lunes, 15 de octubre de 2018

FIN DE LA DINASTÍA BORBÓNICA

         
          El 30 de setiembre de 1868 terminó la funesta dinastía borbónica su hostigamiento al pueblo español. No se realizó mediante un acto solemne, sino como un paso natural desde el absolutismo corrupto de Isabel II de Borbón y Borbón a la libertad favorecida por la toma del poder de las juntas revolucionarias en las diversas localidades. Quedó materializado el cambo en la destrucción de los símbolos monárquicos. El diario oficial, Gaceta de Madrid, cambió el escudo borbónico de la mancheta por una alegoría de la Justicia.
 
Aquella mañana abandonaron el Hotel de Inglaterra, en San Sebastián, la exreina, su amante de jornada Carlos Marfori, creado por ella marqués de Loja e intendente de la Real Casa y Patrimonio; su esposo y doble primo Francisco de Asís de Borbón y Borbón, apodado popularmente Doña Paquita, “la frescachona” y “paquita natillas”  con su fiel amante Antonio Ramos Meneses; el confesor real, Antonio María Claret, siempre en su limbo; la embaucadora sor Patrocinio, conocida como La Monja de las Llagas; los demás familiares y servidores, toda la Corte de los Milagrosa al completo.
Se dirigieron a Hendaya en un tren especial, escoltado por media compañía de Ingenieros, y allí tomaron otro para Biarritz, en donde esperaban su llegada el emperador Luis Napoleón III y su hijo, también en los últimos años del Imperio.
De momento se alojaron en el castillo de Pau, desde donde Isabelona lanzó un manifiesto a sus exvasallos liberados, en el que denigraba a quienes se habían rebelado contra “los intereses de la religión, los fueros de la legitimidad y del derecho, la independencia y el honor de España”, como si ella encarnase a la religión y a la independencia y el honor de la patria, cuando de hecho la había deshonrado con su afición al dinero y a los bien dotados compañeros de cama.Por eso el grito de los revolucionarios fue precisamente “¡Viva España con honra!” Advertía que abandonaba España, pero no renunciaba a los derechos que creía poseer como hija de su padre, el tirano genocida Fernando VII, porque no los podían conculcar “los furores demagógicos, con manifiesta coacción de las conciencias y de las voluntades”. Es tan absurdo, ridículo y delirante que las nuevas autoridades ordenaron su publicación en la Gaceta de Madrid el día 5 de octubre, para regocijo general de todos sus lectores.
Ella pretendía residir en Pau, cerca de la frontera, porque imaginaba que el pueblo español se iba a echar a la calle para exigir su retorno en muy breve plazo, ya que creía que los revolucionarios no serían capaces de mantener el Estado sin su ordenación. No obstante, Luis Napoleón deseaba evitar ningún conflicto con el nuevo régimen implantado en España, cosa segura si ella residía en la frontera, de modo que la animó a instalarse en París, para lo que le dio todas las facilidades. Adquirió en marzo de 1869 un palacio en la zona residencial de la capital, que bautizó Palacio de Castila, desde donde se dedicó a procurar torpedear las acciones de los revolucionarios sin conseguirlo. Fue la sede de su corte fantasmagórica, y en él falleció en 1904. Ese mismo año fue demolido el edificio.
Con su innata estupidez borbónica, suponía que los españoles la amaban y tomarían las armas para que recuperase el trono mancillado con su lujuria y avaricia desaforadas. No quiso enterarse de que el Ejército y la Marina habían organizado la Gloriosa Revolución, secundada por la inmensa mayoría del pueblo. Se mostró siempre muy piadosa, a pesar de la continua comisión de pecados según el catecismo de la Iglesia catolicorromana, pero dado que el padre Claret se los perdonaba, porque para eso era su criado, creía vivir en gracia de Dios. Animada por esa confianza, escribió al papa Pío IX para que anatematizase a los revolucionarios y le permitiera recuperar el trono, pero aunque el papa era imbécil integral no aceptó injerirse en una cuestión política, cuando él mismo veía tambalearse su trono romano.
Convocadas Cortes Constituyentes el 15 de enero de 1869, Isabelona se sintió ofendida, por creer que era ella la única legalmente facultada para anunciar la convocatoria. Hizo imprimir el 5 de febrero el manifiesto “A la Nación Española” en la imprenta Dupont, de París, para reivindicar su papel de reina. Es un caso de obcecación tal que solamente podía darse en una borbona disparatada. Por supuesto las Cortes se reunieron y elaboraron una Constitución promulgada el 6 de junio de 1869, que era monárquica, pero no pensada para ningún Borbón.
La Corte de los Milagros se fue adelgazando. Faltaban en primer lugar el rey consorte Francisco de Asís, y su verdadero consorte el fiel Meneses, instalados en Épinay-sur-Seine, en las afueras de París, desde que llegaron de Pau. Sin embargo, no se perdió su presencia inmaterial, porque exigía dinero continuamente, bajo la amenaza de confesar que ninguno de sus hijos putativos era suyo.
La exreina cedió a los chantajes, aunque toda España conocía sobradamente que sus cinco hijos logrados eran adulterinos. Prueba de ello es que el único varón, Alfonso, era apodado popularmente El Puigmoltejo, por los apellidos de su padre natural, el teniente de Ingenieros Enrique Puig Moltó. En su afán por conseguir dinero, Doña Paquita llegó a denunciar a su esposa putativa ante los tribunales de Justicia franceses, en reclamación de la asignación que le correspondía legalmente, por representar el papel de marido consentido, para lo que se había casado.
Más que la ausencia de su marido putativo, que nada le importaba, dolió a Isabelona la separación de su amante Carlos Marfori, al que había ennoblecido y otorgado un cargo para que permaneciera a su lado sin levantar habladurías, y además se enriqueciera. Pese a ello, su papel había sido causa de cotilleos en Madrid, y el continuar al lado de la exreina en el exilio los multiplicaba. Para entonces el poder decisorio de Isabelona estaba muy mermado, y su autoridad no pasaba de ser teórica. Por eso el general Francisco Lersundi, uno de los consejeros de Isabelona, le obligó a regresar a Madrid, a pesar de las airadas protestas de su amante, que no quería resignarse a perder su grata compañía.
         El padre Claret murió en 1870, con lo que inició su carrera para ser declarado santo de la Iglesia catolicorromana, por su paciencia al perdonar continuamente las fornicaciones de la reina golfa. En cuanto a sor Patrocinio, huyó asustada de París durante la Comuna de 1871. La Corte de los Milagros se había reducido a ser una corte fantasmal, solamente visitada por algunos nostálgicos.
        
          Además escaseaba el dinero, debido a la compra del palacio y a la necesidad de acallar los chantajes continuados del consorte. Sin embargo, la expulsada Isabelona nunca tuvo necesidad de ponerse a trabajar, porque unos monárquicos poseedores de títulos nobiliarios le pasaban un sueldo con el que logró mantener una apariencia de poder. Por lo demás Isabelona salía poco de su palacio, ya que su escasa inteligencia no le permitió aprender a expresarse en francés, y no encontraba con quién relacionarse, a lo que se unió la circunstancia de ser destronado su amigo Luis Bonaparte, los consejeros sensatos procuraron disuadirla, y en cambio la animaron a abdicar en su hijo Alfonso, para asegurar la continuidad de la dinastía.
Designó a Antonio Cánovas del Castillo representante de sus intereses dinásticos, para que viese la manera de recuperar el trono, y él la convenció de que ella nunca sería admitida en España, por lo que parecía lo más recomendable abdicar en su hijo varón. Lo hizo el 22 de agosto de 1873, en el Palacio de Castilla, sin contar con nadie, y sin avisar siquiera a su presunto marido y padre putativo del supuesto rey sin corona. Ella seguía creyéndose dueña del poder.
        
No consideró que Alfonso tenía a la fecha 15 años, y aunque era mayor de edad según el artículo 56 de su Constitución de 1845, no lo era según el artículo 82 de la entonces vigente Constitución de 1869, lo que podía producir discrepancias acerca de la necesidad de nombrar un consejo de regencia. Y en todo caso el presunto rey heredado tenía que contar con su propio equipo de asesores, máxime en aquellas circunstancias.
De todos modos, enseguida se arrepintió de haber abdicado. Contó a quienes quisieron escucharla que no lo había hecho voluntariamente, por lo que debía recuperar el imaginario trono inexistente.
         La traición de un general perjuro, olvidemos su nombre despreciable, provocó la restauración de la dinastía en la persona de Alfonso XII, mediante un golpe de Estado militar el 29 de diciembre de 1874. Fue un acto absolutamente ilegal, sin ningún valor, por tratarse de un golpe de Estado militar, impensable en una nación europea civilizada. Históricamente la dinastía borbónica terminó en España de una manera legítima el 30 de setiembre de 1868, cuando la familia más irreal que ha habido nunca en el mundo se exilió en Francia.
La exiliada exreina quiso acompañar a su hijo a Madrid, pero Cánovas se lo prohibió, por temor a que su presencia reavivase los sentimientos contra ella no tan lejanos, y se reprodujese la Gloriosa Revolución. Es verdad que el pueblo no tuvo ninguna intervención en el regreso de la dinastía, pero ya que estaba consumado podía esperarse que el joven rey por serlo despertase simpatías, si no aparecía junto a él su golfísima madre.
         Ella fue autorizada a regresar por unos días a Sevilla, sin dejarse ver en Madrid. Vino en julio de 1876, y volvió a escandalizar a quienes la vieron, porque llegó acompañada de un nuevo amante, Ramiro de la Puente, creado el año anterior marqués de Alta Villa, en calidad de “secretario particular”. Le encargó que regresara a París para una misión en el Palacio de Castilla, pero Cánovas ordenó al embajador, el marqués de Molins, que denunciara su estancia a la gendarmería francesa, para que realizase un registro a fondo y se incautara de todos los documentos. Es un episodio grotesco, muy adecuado en la biografía de Isabelona.
         El nuevo amante de la vieja y feísima exreina alardeaba de su posición, y mostraba un reloj de oro con la dedicatoria “A mi Ramiro su Isabel” a todos los conocidos. Fue necesario alejarlo de su compañía, con gran enojo de la insaciable exmonarca inconsolable. Por poco tiempo, ya que pronto conoció a un húngaro llamado Joseph Hahmann, un tipo de aspecto grosero, con el que se entretuvo hasta su muerte.
         Falleció en su palacio parisiense el 9 de abril de 1904, dos años después de la proclamación de su nieto Alfonso XIII como rey de España. Se trajo su cadáver directamente al monasterio de El Escorial, sin exponerlo al público, en evitación de altercados.
         En la plaza que unos llaman con su nombre y otros de la Ópera, en Madrid, ante el Teatro Real, tiene una estatua de bronce, algo solamente posible en este delirante país llamado España. La realizó José Piquer, y la pagó Manuel López de Santaella, de quien se decía que era uno de sus amantes. Fue inaugurada en 1850 en su actual emplazamiento, aunque allí solamente estuvo un día: la misma reina ordenó que fuese trasladada al interior del Teatro Real, porque amaneció con un pasquín en el que se leía para regocijo popular:
Santaella, de Isabel,
costeó la estatua bella,
y del vulgo el eco fiel
dice que no es Santo él
ni tampoco Santa ella.
Si han hecho santo a Antonio María Claret y se postula la beatificación de sor Patrocinio, dos pájaros de mucha cuenta, podemos esperar que cualquier día se santifique a Isabelona. Sería un digno remate para su reinado, el más repugnante de la borbonidad. Con los militares del pueblo repetiremos el lema de la Gloriosa Revolución: ¡Viva España con honra! ¡Abajo los borbones! Parece que no han pasado 150 años.

miércoles, 3 de octubre de 2018

CUSTODIA COMPARTIDA


“El Estado es una idea […] existe solo porque es pensado”

(George Burdeau
)
El PSOE del “Somos la Izquierda” que lidera Pedro Sánchez ha plantado a sus socios de moción de censura y se ha emparedado con el PP “aznarista” de Pablo Casado y Ciudadanos. Tres en raya para tumbar una comisión de investigación parlamentaria sobre los negocios del Rey emérito Juan Carlos I. La “razón de Estado” decimonónica en favor del Borbón reinstaurado por la dictadura prevalece una vez más sobre la protección de derechos fundamentales. Esta es la pequeña historia del porqué en los dominios de la corrupción que afectan a la Corona nunca se pone el sol.
El Régimen del 78 no es una democracia integral ni permanente. Su legitimidad es pendular y arbitraria. Depende del operador político que lo maneje. Una consecuencia directa de su constitución híbrida. En parte inspirada en el principio democrático (uno para todos) y en otra parte en el principio monárquico (todos para uno). Por un lado está el “atado y bien atado” franquista que designó un jefe de Estado a título de Rey en la persona del Borbón de su cuerda (elegido en 1975, antidemocrática y pre-constitucionalmente). Y de otro, el impulso errático de los partidos de la oposición que buscaban el cambio y pactaron reiniciar. Ambas trayectorias se encontraron en la tierra de nadie del consenso a pachas. Un bando poniendo como excusa el tremendismo fratricida de “no volver a las andadas”, y el envés justificando su claudicación con el no menos peregrino argumento de la “correlación de debilidades”. La acumulación originaria.
Eso en la teoría. Porque en la práctica el principio monárquico prevalecía sobre el principio democrático en el diseño realizado para armar la inverosímil transición de una dictadura a una democracia. El imputado Soberano era el árbitro inapelable al que competía decidir el signo de la jugada en los momentos cruciales del partido. De ahí que la Constitución española sea una constitución intervenida, confiscada, borboneada. Hasta rozar el ridículo y la incongruencia. Así, el artículo 14 que garantiza la igualdad de los españoles ante la ley sin que “pueda prevalecer discriminación alguna” se ve relativizado y cuestionado por el machista artículo 57, punto 1, que privilegia al varón sobre la mujer en la línea sucesoria de la monarquía. Prueba fehaciente de su carácter autorreferencial y no representativo.
No es que carezca de la clásica separación de poderes, sino que todos esos poderes en última instancia son un destilado de la causa monárquica. Y ello porque así figura en su texto. Desde el momento en que el Rey, persona afecta de inmunidad política y jurídica de manera vitalicia (Art. 56,3 CE), es el Jefe del Estado, y que esa misma irresponsabilidad asumida puede ser transmitida en herencia (como los bienes raíces) a sus descendientes, toda la pretendida arquitectura democrática interna se cuartea. Y por si fuera poco, ese Ser Supremo, que en el relato oficial reina pero no gobierna, ostenta la jefatura de las Fuerzas Armadas (Art. 62, h CE). Otro caudillo a divinis.
Con esta escala de valores, el resultado es una concentración de poder en el titular de una monarquía (Art.1, 3 CE) nunca refrendada en referéndum por el verdadero pueblo soberano, insertada en una constitución que alumbró a la vida social sin parto constituyente. De esta manera, la unidad de la nación, cuya “indisolubilidad” (Art. 2 CE) se remite a la tutela de los Ejércitos (Art. 8 CE), queda confinada como una prerrogativa exclusiva y excluyente del monarca. Solo así se entiende que la exigencia de autogestión de una parte del pueblo catalán y la petición de investigación parlamentaria sobre los negocios offshore del Rey honoris causa se hayan estrellado contra el sagrado de su divinidad. La custodia compartida sobre la monarquía históricamente ejercida por PP y PSOE, ahora con la asistencia de Ciudadanos, impide que la racionalidad se abra paso frente al pensamiento mágico que condiciona nuestro statu quo.
De esta manera, la Constitución estrictamente considerada institucionaliza una limitación de poder para la ciudadanía y al mismo tiempo un poder ilimitado para el Rey. ¿Una Constitución de suma cero? La soberanía del pueblo español, bastión de toda legitimidad, cede su puesto al Soberano, y en su nombre a todos los de su augusto linaje. La cuadratura del círculo. Eso lo saben todos los constitucionalistas, pero la gran mayoría otorga para que la realidad no les estropee su bonita historia cortesana. Solo algunos proscritos se atreven a recuperar aquel “delenda est monarquía” con que Ortega y Gasset atronó a la sociedad española de 1930 desde las páginas del diario El Sol.
Monarquía y democracia suponen un imposible jurídico y político que solo se conjugan al unísono para validar intereses inconfesables. Esta es la tesis sostenida por el catedrático de Derechos Constitucional Carlos de Cabo en su apuesta republicana. “Se trata de una patología histórica”, afirmó durante una conferencia en la Universidad de Alicante. Añadiendo a continuación con toda lógica: “y en consecuencia ni siquiera debería someterse a referéndum”.
Pues la dinastía reinstaurada en el Régimen del 78 no solo soporta un producto tóxico de alcurnia sino que además está representada por un auténtico quinqui del dinero. Un “avida dollars”, como Breton calificó a Dalí por su mentalidad usurera. La diferencia es que el genio de Port-Lligat se lo podía permitir sin sablear al prójimo, mientras la fortuna de Juan Carlos tiene todas las trazas de proceder de bribonadas sin cuento. Se dirá que en el fondo no deja de ser un privilegio añadido a su condición de intocable. ¿Pero debe un pueblo que se pretende democrático mirar para otro lado cuando desde lo más alto impera el derecho de pernada? Si uno no se respeta a sí mismo, nadie te respetará. Por eso los ángeles custodios del bipartidismo ha estado cubriendo las fechorías reales es incompatible con un Estado de Derecho. Un Soberano latrocinio.
Decía Ortega en el famoso artículo: <<El Estado tradicional, es decir, la Monarquía, se ha ido formando un surtido de ideas sobre el modo de ser de los españoles. Piensa, por ejemplo, que moralmente pertenecen a la familia de los óvidos, que en política son gente mansurrona y lanar, que lo aguantan y lo sufren todo sin rechistar, que no tienen sentido de los deberes civiles, que son informales, que a las cuestiones de derecho y, en general, públicas, presentan una epidermis córnea>>. Y aunque ha pasado casi un siglo desde que el filósofo hiciera el retrato robot del “error Berenguer”, el estigma de súbditos debe persistir vista la impenitente custodia compartida que el duopolio dinástico ejerce sobre el Rey emérito y su extensa y cleptómana grey.
Con su cínico juego de patriotas, el turnismo de PP y PSOE pretende levantar un dique artificial para represar el malestar de la gente ante tan supina desvergüenza. No vaya a ser que los ciudadanos despierten de su letargo y se les ocurra volver por sus fueros: cuando ganó las elecciones municipales de 1931 una amalgama de partidos antimonárquicos provocando la llegada de la Segunda República.
En pocas palabras. El Régimen del 18 de Julio que en 1978 incrustó la monarquía borbónica en la sociedad española, arrastra desde la pila bautismal un rancio déficit democrático, y adolece de las prerrogativas nítidas que deben acompañar a todo sistema verdaderamente constitucional (Jellinek, Kelsen, etc.), como son las de racionalidad y el Estado de Derecho (una jerarquía de normas producidas desde el demos de general cumplimiento). Así determinado, y dado su carácter de “obediencia debida”, cabría decir que el Rey es un impuesto más “im-puesto” a los españoles. Solo que ilegal por confiscatorio, que son las contribuciones expresamente prohibidas en la Constitución (Art. 31 C.E.). Aparte de no “contribuir al sostenimiento de los gastos públicos”, como dicta sin reservas el citado texto.
Toda la pirotecnia utilizada para sacar la momia de Franco del Valle de los Caídos queda en salvas de ordenanza cuando se trata de arropar a su heredero político para esconder los apestosos negocios de Zarzuela. El muerto al hoyo y el vivo al bollo. Si como dijo el sociólogo francés Burdeau en la cita de presentación, un Estado solo existe porque es pensado, un Rey en una democracia solo existe en los cuentos de hadas. O en nuestra agradecida distopía de cada día. De aquellos polvos (Corinna, Marta Gayá, Barbara Rey, Olghina de Robilant y demás figurantes) vinieron estos lodos (constitucionales).

martes, 11 de septiembre de 2018

A FELIPE VI LE ENCANTAN LAS BATALLAS


Sus majestades los reyes católicos nuestros señores, que Dios guarde, viajaron el pasado 19 de julio de 2018 a Bailén, para celebrar los 210 años de la batalla librada en la localidad contra el ejército del rey José I. A nuestros actuales soberanos les gustan mucho las batallas. Las que describió Góngora en un verso que citaba Verlaine con regodeo: “A batallas de amor, campo de pluma.” En el Ayuntamiento el alcalde, Mariano Camacho, les entregó la llave de oro de la ciudad, dándola por cautiva y desarmada ante la presencia real. También visitaron la iglesia de la Encarnación, para contemplar el panteón del general Castaños, vencedor de la batalla. Como diría Bertolt Brecht, al general le ayudaría alguien, aunque toda la gloria se le achaque a él exclusivamente.
Pero José Bonaparte era el rey legítimo de España, por cesión de los dos indignos monigotes borbónicos que se disputaban el trono. El segundo hijo de Carlos III, llamado como su padre, fue jurado heredero el 19 de julio de 1760, porque el primogénito era subnormal profundo. También él padecía las taras congénitas en los borbones, pero se le notaban menos.
Los vasallos estaban acostumbrados a la locura familiar, heredada del primer fatídico Borbón, Felipe V. Una demostración de su idiotez la materializó al casarse con su pariente María Luisa de Borbón Parma, que disfrutó de los favores de toda la guarnición de palacio antes de quedar prendida en los encantos de Manuel Godoy. Para justificarse lo elogió ante su marido, que también perdió la cabeza por aquel joven de 25 años y le nombró secretario de Estado, lo que hoy es el jefe del Gobierno, y le concedió el ducado de la Alcudia con grandeza de España, primero de los títulos que acumuló, aunque para el pueblo fue siempre El Choricero.
Los borbones acostumbran a otorgar ducados, con grandeza o sin ella, a los seres más viles de su reino. Además le casó con su prima María Teresa de Borbón y Vallabriga, condesa de Chinchón, para justificar su familiaridad con el favorito con el inútil propósito de no despertar sospechas.
Los escándalos de la Corte servían de mofa en verso y en prosa, por lo que el pueblo deseaba terminar con la corrupción derribando al trío. En la madrugada del 17 de marzo de 1808 el pueblo asaltó el palacio de Godoy en Aranjuez, en donde descansaba la Corte, y destruyó sus pertenencias, sin conseguir encontrar al favorito porque se ocultó dentro de una alfombra enrollada.
De allí los revolucionarios se dirigieron al palacio real, para exigir la destitución del favorito, lo que prometió hacer un acobardado Carlos IV, que vivía atemorizado desde que conoció el trato dado en Francia a su pariente Luis XVI. El 19 fue arrestado Godoy, al tener que salir de su encierro por necesidad, y el rey decidió evitarse más sustos abdicando en su presunto hijo Fernando, que no lo era, según él mismo contaba.
El pueblo de Aranjuez entonces, y toda España al saber a noticia, aclamaron a Fernando VII, al que suponían bien preparado para asumir esa herencia, y unas virtudes de honradez y decencia nunca vistas en un Borbón. El pueblo suele engañarse ante las apariencias.
Ya había entrado en España el ejército de Napoleón Bonaparte, con autorización de Carlos IV por consejo de Godoy, a quien solamente le faltaba un título, el de rey, y pretendía alcanzarlo. Persuadió a Carlos IV sobre la conveniencia de firmar con el emperador de los franceses un tratado, conocido como el de Fontainebleau, el 27 de octubre de 1807, mediante el cual se autorizaba el paso del ejército francés por España para que invadiese a Portugal. Una vez conquistado se dividiría en tres partes, y la del Sur se le daría a Godoy con el título de príncipe de los Algarves.
El ejército francés no invadió, por tanto, suelo español, sino que entró con permiso real. La historia lo demuestra sin la menor duda. Los reyes y el favorito le invitaron a pasar con todas las garantías. Lo que no esperaba el trío de Madrid es que Napoleón tuviera sus propios planes, y que además de Portugal quisiera apoderarse de España, por el momento, como después de toda Europa.
Napoleón designó como su lugarteniente al mariscal Murat, quien llegó a Madrid el 22 de marzo. Dos días después lo hizo Fernando VII, entre las aclamaciones del pueblo, que veía en él a un libertador de las corrupciones de sus padres, o al menos de su madre, porque la paternidad se discutía, dada la conocida liviandad de la reina, debido a que era Borbón también. Necesitaba que las Cortes reconocieran la abdicación de su padre y le proclamaran sucesor a título de rey.
El proyecto se le complicó, porque el abdicado Carlos IV escribió a Murat para explicarle que la abdicación era inválida, porque fue forzada. El mariscal informó al emperador de las disputas entre el hijo y su presunto padre, y el emperador supuso que el pueblo español estaría deseando libarse de aquella pandilla degenerada.
Se equivocó, el pueblo español se hallaba fanatizado por la predicación de curas y frailes, opuestos a Napoleón a consecuencia del maltrato dado a su papa Pío VII, al privarle de sus poderes temporales como rey de Roma, y llevarlo preso a París para que oficiase la ceremonia en que él mismo se coronó como emperador el 2 de diciembre de 1804. Con ese precedente temían perder sus seculares privilegios con los borbones.
En consecuencia, Napoleón puso en marcha un plan, que consistía inicialmente en reunir en Bayona a toda la familia irreal española. El 10 de abril inició el viaje Fernando VII muy complacido, ya que esperaba conseguir la aprobación del emperador de los franceses a su dudosa titularidad como rey de España. Sus consejeros intentaron disuadirle de cruzar la frontera, porque sospechaban que las intenciones imperiales no eran afables, pero no les hizo caso. El 30 llegaron Carlos y María Luisa, también muy esperanzados de convencer al emperador de que la abdicación no era válida. Debía seguirles el resto de la familia irreal borbónica.
Sin embargo, el 2 de mayo, cuando iba a subir a un carruaje el infante Francisco de Paula, apodado en la Corte “el del abominable parecido”, porque era el retrato a tamaño reducido de Godoy, el pueblo madrileño quiso impedirlo, y con ese gesto dio lugar a la guerra entre los ejércitos de Francia y España en territorio español, que nunca debió ser.
Ese mismo 2 de mayo de 1808 Carlos IV explicaba a Napoleón su teoría sobre los sucesos de Aranjuez, y el emperador le confirmó como rey legítimo de España. Por poco tiempo, ya que al día siguiente cedió a Napoleón sus derechos al trono español. El día 6 Fernando VII renunció a sus derechos a la Corona a favor de su padre, de modo que Napoleón adquiría legítimamente el título de rey de España, por cesión de los dos reyes en litigio. El día 10 Napoleón designó a su hermano José como rey de España, en un acto absolutamente legal. Dado que España carecía de una Constitución, se regía por usos y costumbres.
Precisamente una de las primeras tareas puestas en marcha por el rey José I consistió en reunir en Bayona a unos notables españoles, se calcula que 93, para que elaborasen el primer texto constitucional de España, entre el 15 de junio y el 7 de julio de ese año de 1808. Se miente al decir que la primera Constitución fue la de Cádiz de 1812, porque la de Bayona es cuatro años anterior, encargada por José I.
El 8 de julio las Cortes Constituyentes, terminado su trabajo, celebraron una sesión solemne en Bayona: José I juró fidelidad al texto, convirtiéndose así en el primer rey constitucional de España, y los diputados le juraron fidelidad. En el mismo acto el rey legítimo dio a conocer los nombres de los ocho secretarios que formarían su primer Gobierno. El exrey Fernando de Borbón se apresuró a enviar su felicitación al iniciador de la nueva dinastía bonapartista.
El día 20 entró en Madrid el rey José I, ante la frialdad de la población, azuzada por las predicaciones de curas y frailes. Tres días después una real orden amnistiaba a quienes tenían cuentas pendientes con la Justicia. No se podía pedir mejor comienzo para un reinado.
Y no obstante el fanatizado pueblo español rechazó a José I, apodado El Intruso porque era francés, como si el iniciador de la dinastía borbónica, Felipe V, hubiera nacido en Castilla: fue siempre francés, no se dignó aprender el castellano ni interesarse por las costumbres hispanas, lo que obligó a los cortesanos a aprender el francés y los usos franceses, por lo que al siglo XVIII español se le califica de afrancesado. Y además padecía neurosis, tuvieron que encerrarlo en una habitación en la que permaneció desnudo y pegando alaridos hasta su muerte. Sus taras fueron heredadas por sus sucesores, lo que incapacita a la dinastía borbónica para reinar.
Por el contrario, José I era simplemente un hombre normal, superior por eso a todos los borbones juntos. Como imbuido del espíritu de la Revolución Francesa creía en su divisa de libertad, igualdad y fraternidad. Quiso modernizar a Madrid, y para ello ordenó derribar algunos de los innumerables conventos e iglesias existentes y no construir en los solares, por lo que fue apodado Pepe Plazuelas.
También le llamaban Pepe Botella, acusándolo de beodo, una falsedad, debida a un incidente ocurrido cuando la intendencia francesa viajaba a Madrid: un carro que transportaba toneles de vino para la tropa sufrió un accidente, lo que motivó que fueran requisadas barricas de los cosecheros riojanos, con su indignación comprensible al sufrir una merma en su negocio, por lo que en venganza difundieron el embuste de que el rey era un borracho. La historia demuestra que era sobrio, a diferencia de los borbones, excesivamente aficionados a los licores más caros, que a ellos les salen gratis, y para los que construyen bodegas asombrosas, con arenas traídas de lugares exóticos para que se conserven a una temperatura ideal. Paga el pueblo.
En su corto reinado aprobó leyes sociales en beneficio de la sanidad, la educación y la justicia, lo que nunca hicieron los borbones porque nunca les ha importado la situación de sus vasallos. Intentó pacificar al país, haciendo propuestas muy sensatas a la Junta Central Suprema que organizaba la insurrección desde Sevilla, y a otras juntas provinciales, sin ser escuchado. Los junteros deseaban la guerra para echar a toda cosa al primer rey constitucional de España, simplemente porque tal era el deseo de la clerigalla.
Le apoyaron las mentes más libres del reino, los conocidos por ello como afrancesados, insultados por los retrógrados como traidores a España. Ocurrió exactamente lo contrario, los afrancesados pretendían modernizar a la triste España, hundida todavía en los horrores de la Inquisición, el sanguinario tribunal abolido por Napoleón nada más entrar en España.
Los afrancesados aceptaban el espíritu progresista de la Enciclopedia, les dolía la degeneración borbónica, pretendían modernizar la nación, erradicar el fanatismo, extender la cultura al pueblo, limitar el poderío de la Iglesia catolicorromana, y someter el poder real a la Constitución. Reconocieron al rey José algunos capitanes generales, mariscales de campo, generales, arzobispos, obispos, duques, condes, marqueses, la burguesía ilustrada, escritores, y también Francisco de Goya, quien retrató al nuevo rey y recibió de él en 1811 la Real Orden de España.
Es imposible calcular el número de españoles que reconocieron a José I. Según historiadores de la época, los españoles que atravesaron los Pirineos tras la derrota del ejército francés en la batalla de Vitoria, librada el 21 de junio de 1813, componían unas doce mil familias. Es de resaltar que entraron en Francia sin ninguna clase de bienes ni dinero, porque mientras sirvieron al rey José no habían pensado en enriquecerse. Por eso su situación fue muy delicada mientras duró su exilio.
Hubiera sido un gran rey, desde luego preferible a todos los borbones juntos, pero la insensatez de la mayor parte de los españoles quiso expulsarlo y lo consiguió. En cambio, acogieron con júbilo a Fernando VII, apodado en principio El Deseado, aunque enseguida su despotismo obligó a cambiar ese mote por el de Tigrekán, también por El Rey Felón, y más corrientemente por el de Narizotas con buen criterio, al observar sus retratos.
Se equivocaron los españoles al combatir para reponer en el trono a este sujeto indeseable, que se comportó desde su regreso como un dictador prepotente y genocida. Aunque él renunció voluntariamente al trono conseguido de una manera insólita, y aunque él se marchó por su gusto a Bayona, puso en marcha una venganza criminal contra quienes habían tenido algún cargo durante “los mal llamados años”. El 16 de abril de 1814 llegó a Valencia, donde fue recibido por la algazara popular. Continuó viaje hasta Madrid, aclamado con entusiasmo en todos los lugares por los que pasaba. El populacho, incitado por la clerecía, daba vivas al rey, a la religión y a la Inquisición.
Inmediatamente empezó a dictar órdenes para favorecer el absolutismo real, y perseguir implacablemente a los afrancesados y liberales. Por decreto del 4 de mayo declaró “nula y de ningún efecto la Constitución” de 1812. Por otro del 21 de julio restableció el tribunal de la Inquisición, a la vez que ordenaba devolver al clero los bienes que hubiera perdido durante el reinado de José I. Sucesivamente fue anulando todos los acuerdos tomados durante su retiro en Valençay.
        
         La represión afectó no solamente a los que aceptaron al rey José I, sino a cuantos habían intervenido en las juntas que tomaron el poder precisamente por no reconocer al Gobierno de José I, y a todos los tachados de liberales. Se culpa al mariscal Murat de haber ordenado el fusilamiento de un centenar de madrileños. Los fusilamientos del 3 de mayo son conocidos por todo el mundo culto, a causa del cuadro de Goya que los ha inmortalizado. Es una cifra trágica, pero resulta ridícula ante el número de españoles asesinados por orden de Fernando VII, que no están cuantificados, aunque suman miles. A los obispos, curas y frailes esas muertes no les inquietaban, porque servían para conservar el orden del que ellos se beneficiaban.
Algunos militares pretendieron poner fin a la tiranía absolutista, y se pronunciaron por la Constitución de Cádiz: el general Juan Díaz Porlier fue ejecutado en A Coruña; el comisario de Guerra Richard decapitado en Madrid; el general Luis Lacy ejecutado en Mallorca; el coronel Vidal falleció en la cárcel de Valencia cuando iba a ser ejecutado. Son los héroes de la resistencia contra la tiranía, que entregaron su vida por el afán de liberar a su patria de la opresión. La lista continúa durante el resto de la vida del asesino.
         Por defender el trono de este tirano sanguinario organizó una guerra el pueblo español, contra un rey democrático, civilizado, responsable, y ante todo poseedor de sus facultades mentales intactas. Es vergonzoso que se continúe llamando “héroes del 2 de mayo” a los imbéciles que atacaron al ejército francés llegado para liberarles de la opresión borbónica. El pueblo español combatió a quienes le traían la civilización europea y le sacaban de su atraso secular. Hubo que esperar hasta 1868 para que comprendiera su error, y organizase la Gloriosa Revolución contra la hija y sucesora del tirano, digna continuadora de su corrupción, aunque menos criminal.
         Se comprende que Felipe VI celebre el aniversario de la batalla de Bailén. Así puede ser hoy sucesor del fatídico Fernando VII. Y el pueblo español continúa ignorando su historia.

jueves, 9 de agosto de 2018

EL REY ESTABA DESNUDO


A veces los cuentos pueden hacerse realidad. Explica Hans Christian Andersen en su cuento El traje nuevo del emperador, también conocido como El Rey desnudo, que los cortesanos e incluso el pueblo no querían reconocer la evidencia hasta que un niño gritó: “¡Pero si va desnudo!” y, de pronto, todo el mundo aceptó la realidad: efectivamente, el rey iba desnudo.
Las nuevas grabaciones recientemente publicadas que implican al rey emérito Juan Carlos I en numerosas operaciones fraudulentas añaden una guinda más a ese fraude monárquico con el que llevamos viviendo desde la muerte de Franco. Poco a poco, pero de manera inexorable, la Monarquía está quedando al desnudo y, lo que es más importante, cada vez más gente es consciente de ello.
Las grabaciones dejan bien claro que el anterior Rey cobró sus buenas comisiones del contrato para construir el AVE de Medina a La Meca, que dispone de cuentas en paraísos fiscales, que utiliza testaferros para ocultar sus propiedades, que se aprovecha de todo lo que puede para acrecentar su ya importante fortuna. La evidencia es tan clara que ya nadie se ocupa de desmentir las grabaciones.
En el 2012, el periódico The New York Times publicó que se le calculaba una fortuna personal de 1.800 millones de euros. Para alguien que cuando accedió al poder se decía que apenas tenía dinero ni propiedades tardó demasiado poco en acumularlas. Este escándalo es uno más de los muchos que han ido apareciendo, a pesar de la más que efectiva censura mediática que le protegió durante años.
Por ejemplo, no se ha desmentido que a finales de los años 70 el petróleo que importaba el Reino de España tenía un sobrecoste de entre uno y dos dólares que iba a parar a los bolsillos del entonces Rey. Para hacerse una idea: un petrolero puede trasladar unas 200.000 toneladas, alrededor de 1,5 millones de barriles. Un viaje podía representar alrededor de 2 millones de dólares de la época en comisiones, que, evidentemente, pagaban los españoles al comprar gasolina. (Del libro Juan Carlos I. La biografía sin silencios. Rebeca Quintans)
Recordemos hechos recientes: la cacería en Botswana; Urdangarín en la cárcel; el enfrentamiento familiar; el aparentar una virtuosa vida familiar cuando iba de lecho en lecho, etc. etc. Esta familia no tiene solución. A nadie importaría si fuera una cosa de ellos, pero se trata de una familia coronada, que representa al Estado y, supuestamente, a la nación y a la que sostienen los impuestos de toda la ciudadanía.
No es solo la suma de escándalos, de los que no conocemos todos, sino que se trata de un modus vivendi, de un sistema de funcionamiento establecido para quien considera que está por encima del bien y del mal, por encima de la ley y a quien nadie le va a pedir responsabilidades. De hecho, esa es una característica de la Monarquía española.
Ahora que muchos utilizan la Constitución para evitar que algo cambie, recordemos una de esas decisiones antidemocráticas de la Carta Magna. En su artículo 56 establece que “La persona del rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad”, y en el 64 que los únicos responsables de sus actos serán “las personas que los refrenden” (el gobierno y sus ministros, ya se trate de actos públicos o privados).
Y, sin embargo, la suma de escándalos debería significar que la investigación judicial acabara en un proceso. Juan Carlos I dejó de ser rey en 2014 y algunos de los hechos que se citan en las grabaciones de su amiga Corina parecen ser de 2015 y posteriores. Hay testigos, como la misma Corina o el antiguo presidente de Telefónica, Juan Villalonga, colocado en esa tarea por su amigo Aznar. O sea, se reunirían las condiciones judiciales para llegar a conclusiones sobre los manejos ilegales y/o fraudulentos del anterior Rey.
El meollo de esta situación es el carácter antidemocrático sobre el que se sostiene la Monarquía, de hecho, sobre el que se sostiene todo el entramado pactado en la Transición. A los monarcas no se les puede juzgar, puesto que son impunes; no están sujetos a ningún control político ya que no se presentan a las elecciones y nadie los ha elegido, en realidad fue Franco quien nombró a Juan Carlos I, y, menos aún, están sujetos al control parlamentario, que no puede intervenir sobre sus actos. En fin, en este terreno no parece que hayamos avanzado mucho desde la Edad Media.
Además, el régimen antidemocrático se extiende a un tema tan importante como la libertad de expresión. Recordemos que el artículo 490 del Código Penal dice en su párrafo tercero: “El que calumniare o injuriare al Rey o a cualquiera de sus ascendientes o descendientes, a la Reina consorte o al consorte de la Reina, al Regente o a algún miembro de la Regencia, o al príncipe heredero de la Corona, en el ejercicio de sus funciones o con motivo u ocasión de éstas, será castigado con la pena de prisión de seis meses a dos años si la calumnia o injuria fueran graves, y con la de multa de seis a doce meses si no lo son”. Lo saben bien los raperos condenados y muchos otros periodistas o escritores que lo han sufrido y otros que han tenido que callarse para evitar condenas. En el artículo 491 el Código Penal establece una “multa de seis a veinticuatro meses al que utilizare la imagen del Rey o de cualquiera de sus ascendientes o descendientes, o de la Reina consorte o del consorte de la Reina, o del Regente o de algún miembro de la Regencia, o del príncipe heredero, de cualquier forma que pueda dañar el prestigio de la Corona”.
A veces, los cuentos se hacen realidad y, por mucho que se quiera proteger a la Monarquía, el pueblo empieza a descubrir la realidad y mostrar su hartazgo y descubrir la desnudez de un régimen político.
Los escándalos representan lo peor y más venal de la Monarquía, pero la reacción del pueblo representa el agotamiento de un régimen que ya no es capaz de representar las ilusiones y deseos de una parte importante, sino de la mayoría de la población. Y cuando un régimen llega a esa situación hay que pensar en el recambio.
Una encuesta publicada en la revista Contexto puede ser muy representativa de lo que estamos comentando. Realizada entre el 16 y 20 de julio mediante 2.850 respuestas en todo el territorio del Reino de España, más de seis sobre diez encuestados serían partidarios de un referéndum sobre monarquía o república. Por tramos de edad: hasta 35 años, el 53% sería partidario de una república, por un 46% partidario de la monarquía; entre 36 y 55 años habría un empate y de 56 años en adelante, solo el 41% sería partidario de una república, por un 55% en contra. Por territorios, es evidente que el proceso de autodeterminación en Catalunya ha decantado mayoritariamente a la población partidaria de la república, sea en su expresión catalana o española. En Catalunya, un 80% se declaran republicanos, un 77% de los vascos, un 63% en Baleares y Navarra, un 60% en la Comunidad Valenciana, un 55% en Galicia y un 51% en Asturias. Las dos Castillas y Murcia son los territorios en los que la monarquía tendría más partidarios y, es importante recalcar por su peso demográfico, que en Madrid un 53% votaría monarquía por un 43% república.
Esta encuesta, como todas, expresan tendencias, pero, probablemente, una tendencia republicana como esta no haya existido en todos estos años del Régimen del 78. Habría que aprovecharla para la acción política, para ponerse de acuerdo las fuerzas de la izquierda del Estado y las nacionalistas y conquistar mayorías republicanas en la calle y en las instituciones, para dar un vuelco democrático favorable a los derechos sociales y nacionales, para volver a dar la voz al pueblo para que ejerza su soberanía y decida el régimen político que desea.
Del cuento de Andersen se puede extraer una moraleja: lo que todo el mundo piensa no necesariamente es la verdad. El rey iba desnudo y solo un niño se atrevió a decir la verdad. Durante demasiados años se taparon las vergüenzas de la Monarquía y parecía que era lo normal, ahora que reconocemos su desnudez podemos preguntarnos si no ha llegado el momento de exigir y luchar por un cambio republicano

martes, 24 de julio de 2018

¡ALIANZA POPULAR HA VUELTO!


El sorpasso de Pablo Casado en las primarias del Partido Popular (PP) frente a Soraya Sáenz de Santamaría (58%-42%) significa la vuelta del revés. Gana la caverna a caballo del dirigente más joven del tablero político. Resucita el aznarismo insepulto, el de la guerra de Irak por las fake news de las “armas de destrucción masiva”. Regresa el nacionalcatolicismo y la recentralización de España “una, grande y libre”.
Y con él toda la carcundía que arrastraba aquella Alianza Popular (AP) inscrita genéticamente bajo palio del franquismo. La “reconquista” de Casado (Dios, Patria y Rey), gracias al impulso del aparato del partido, y contra el escrutinio de las bases en el envite inicial (37%-34%), deja la era Rajoy como la de un líder moderado.
Llega la nueva derecha camisa vieja, y Ciudadanos hereda como trofeo el cetro del centro derecha. Mientras, el PSOE de Pedro Sánchez, el otro beneficiado en la rifa, ya puede reivindicarse como exponente de la izquierda sin haber hecho nada para merecerlo.
Porque ni geometría asimétrica ni mandangas: el centro siempre depende de donde se sitúen los extremos. La elección de Casado implicará una redistribución de espacios, habida cuenta de que la primera fuerza de la oposición se ha movido hacia atrás y a la derecha. Temas como las autonomías, la seguridad ciudadana, la educación concertada, el feminismo, los derechos de la familia, la eutanasia, el aborto, la confesionalidad, la política penitenciaria, la memoria histórica y los guiños a la policía y a la monarquía militarán a partir de ahora en el devocionario de sus ancestros.
Pero por encima de todo, la llegada de Casado a la cúpula del PP tiene que contemplarse como una prueba del miedo generado en la Marca España por el reto del soberanismo democrático. Ha sido la expectativa de desestabilización del statu quo provocado por el auge del procés y el estrepitoso fracaso de las políticas de represión, policiales y jurídicas, lo que ha armado el botón del pánico para esta renovación del pasado.
Solo hay que ver la rara unanimidad de muchos medios de comunicación a favor del pretendiente, inoculando una percepción de la realidad a su favor que anulara la primitiva decisión de la afiliación popular por el continuismo marianista en la persona de la ex vicepresidenta del gobierno.
Es posible que el trabucazo político e ideológico que ya ha avanzado Casado consiga detraer para Génova 13 efectivos de Ciudadanos y de Vox, sus sangrías más evidentes en los últimos años, dando una impresión de reagrupamiento.
Otra cosa es que esas nuevas señas de identidad resulten atractivas a un electorado moderno poco dado a comprometerse con ideales que exhiben la fragancia a naftalina característica del tardofranquismo. También existe el país movilizado del 15-M, del 8-M, de los jóvenes del Erasmus, del activismo ciudadano contra los gobiernos que perpetraron los ajustes y recortes que han provocado la actual precariedad vital mientras la corrupción institucional campaba a sus anchas.
Dos legitimidades, una anclada en el pasado, “la España de las banderas”, y la otra mirando al futuro por elevación, sin consenso posible.
Y es precisamente de esa incompatibilidad innata de donde puede surgir la oportunidad para abrir una alternativa constituyente. Porque “el alzamiento” que pronostica la derecha sin complejos que pilota Casado supone una clara amenaza por las fuerzas políticas y sociales situadas a su izquierda y especialmente para los grupos nacionalistas proclives al derecho a decidir. O sea, esa jeringonza a la española que hizo posible con vascos, gallegos, catalanes, la moción de censura “de perdedores” que tumbó al PP sin necesidad de pasar por las urnas.
Si esa alianza de circunstancias responde coherentemente a la ofensiva unionista del PP del ¡a por ellos!, afirmándose como una confluencia en el terreno de los hechos, podría configurarse una suerte de Pacto de San Sebastián como el que en 1930 se coordinó para desalojar a la corte de Alfonso XIII. Algo que, solo y exclusivamente, dependerá de la que desde ahora en adelante haga el PSOE de Pedro Sánchez.

martes, 26 de junio de 2018

REIVINDICACIÓN DE ALLENDE EN EL 110 ANIVERSARIO DE SU NACIMIENTO


Es bien sabido que con el triunfo de la Revolución Cubana en 1959 América Latina y el Caribe reanudaron su marcha hacia su Segunda y Definitiva Independencia. El ascenso de Hugo Chávez a la presidencia de lo que luego sería la República Bolivariana de Venezuela es usualmente considerado como el segundo hito en esta larga marcha. Esto es indudable, pero pasa por alto una importantísima etapa intermedia, breve pero de enorme importancia: la que aportara el gobierno de Salvador Allende y la Unidad Popular en Chile, entre 1970 y 1973 y que es imprescindible rescatar del olvido en que ha sido sepultada por el inmenso aparato propagandístico de la derecha tanto dentro como fuera de Chile.
Allende llega al Palacio de la Moneda con un programa de gobierno que nada tiene que envidiar al que luego procurarían implementar -en un contexto internacional, económico y político mucho más favorable- los gobiernos bolivarianos de Venezuela, Bolivia y Ecuador.
Hombre de inconmovibles convicciones socialistas Allende no demoró un segundo en aplicar el programa de la UP, adoptando trascendentales medidas como la nacionalización de las riquezas básicas de Chile: la gran minería del cobre, hierro, salitre, carbón y otras, en poder de empresas extranjeras –entre ellas los gigantes de la industria cuprífera: la Anaconda Copper y la Kennecott- y de los monopolios nacionales. Con una inversión inicial de unos 30 millones de dólares al cabo de 42 años la Anaconda y la Kennecott remitieron al exterior beneficios superiores a los 4.000 millones de dólares.
No contento con esto Allende nacionalizó casi la totalidad del sistema financiero del país: la banca privada y los seguros, adquiriendo en condiciones ventajosas para su país la mayoría accionaria de sus principales componentes. Nacionalizó a la International Telegraph and Telephone (IT&T), que detentaba el monopolio de las comunicaciones y que antes de la elección de Allende había organizado y financiado, junto a la CIA, una campaña terrorista para frustrar la toma de posesión del presidente socialista. Recuperó la gran empresa siderúrgica, creada por el estado y luego privatizada. Aceleró y profundizó la reforma agraria, que con su predecesor democristiano había avanzado con pasos lentos y vacilantes.
Una casi olvidada ley de la fugaz República Socialista de Chile (4 de Junio-13 de Septiembre de 1932) facultaba al presidente a expropiar empresas paralizadas o abandonadas por sus dueños. Se constituyó un “área de propiedad social” en donde las principales empresas que condicionaban el desarrollo económico y social de Chile (como el comercio exterior, la producción y distribución de energía eléctrica; el transporte ferroviario, aéreo y marítimo; las comunicaciones; la producción, refinación y distribución del petróleo y sus derivados; la siderurgia, el cemento, la petroquímica y química pesada, la celulosa y el papel) pasaron a estar controladas por el estado.
Todo esto hizo Allende en los pocos años de su gestión, aparte de crear una gran editorial popular, Quimantú, para acercar la cultura universal a chilenas y chilenos y de devolver la dignidad a un pueblo por décadas sometido al yugo de una feroz oligarquía neocolonial.
Y todo, absolutamente todo, lo hizo el gobierno de la UP sin salirse del marco constitucional y legal vigente, pese a lo cual la oposición: la vieja derecha oligárquica y sectores progresivamente mayoritarios de la democracia cristiana se arrastraron sin el menor recato por el fango de la ignominia, arrojando por la borda su (siempre escaso) respeto por las normas democráticas para funcionar como agentes locales de las maniobras criminales de la reacción imperialista.
Aquéllas habían sido desatadas por Washington la misma noche del 4 de Septiembre de 1970, cuando aún se estaban contando los votos que darían el triunfo a la UP. Furioso, el bandido de Richard Nixon, ordenó sabotear a cualquier precio al inminente gobierno de Allende. El asesinato del general constitucionalista René Schneider, poco antes que el Congreso Pleno ratificara su triunfo, fue apenas el primer eslabón de una tétrica cadena que con la dictadura de Pinochet sembraría muerte y destrucción en Chile.
La permanente solidaridad de Allende con la Revolución Cubana y con todas las causas emancipatorias de la época, antes y después de asumir la presidencia, fue otro de los factores que encendió las iras de la Casa Blanca y su terminante decisión de acabar con él. En 1967, y en su calidad de Presidente del Senado de Chile Allende había acompañado en persona a Pombo, Urbano y Benigno, los tres sobrevivientes de la guerrilla del Che en Bolivia, para garantizar su seguro retorno a Cuba. Por eso el desafío que planteaba el médico chileno: la construcción de un socialismo “con sabor a vino tinto y empanadas”, precursor del socialismo del siglo veintiuno, era visceralmente inaceptable para Washington y merecedor de un ejemplar escarmiento. Especialmente cuando el imperio, agobiado por la inminencia de una derrota catastrófica en Vietnam, sentía la necesidad de asegurar la incondicional sumisión de su “patio trasero”.
Pero Allende, un marxista sin fisuras, no cedió un ápice, ni en sus convicciones ni en las políticas que perseguía su gobierno. Y lo pagó con su vida, como lo dijera en su alocución final por radio Magallanes ese aciago 11 de Septiembre de 1973. Y este 26 de Junio, al cumplirse 110 años de su nacimiento, se impone un sentido homenaje a esa figura universal, querible e imprescindible de la Nueva América, el gran precursor del ciclo de izquierda que se iniciaría en diciembre de 1998 en Venezuela.