sábado, 1 de abril de 2017

SER "PROGRE"


Historia y significación ideológica de un término equívoco
En las décadas de los 60 y 70  del pasado siglo, los comunistas españoles llamaban “progres” a todos aquellos que de forma verbal se pronunciaban en contra de la dictadura. La verdad es que entonces no se distinguían muchos matices ideológicos entre aquellos que entraban dentro de la clasificación general de “progresia”. El único requisito consistía en estar en contra de la dictadura de Franco.
Tal generosidad política por parte de los comunistas no carecía de sentido. El PCE había luchado durante los 40 años que duró el franquismo en la más absoluta de las soledades. Y contar con compañías y alianzas les resultaba imprescindible para protegerse de los salvajes ataques que contra el Partido y sus organizaciones descargaba la dictadura.
No es que  aquellos a los que se denominaba  “progres” fueran especialmente aguerridos en su lucha por la democracia. Pero desde el punto de vista del “arrope social”, su acompañamiento resultaba, por muy discreto que esté fuera,  políticamente muy útil.  De ahí la generosidad con la que los comunistas  aceptaban para casi cualquiera, la adjudicación del término “progresista”.  Se trataba de una prodigalidad que si en principio no fue ingenua,   finalmente terminaría siéndolo.
“Progre” podía ser un democristiano que escribía artículos en la revista legal de esa corriente política, “Cuadernos para el diálogo”, como, por ejemplo, Juan Luis Cebrián, su director.  “Progres” eran también los obispos que olfateando que la dictadura no iba sobrevivir más de tres lunas, pronunciaban prudentes sermones en los que con una fraseología críptica y confusa se podía atisbar una leve reivindicación democrática, aunque unos pocos años atrás figuraran entre sus libros de cabecera “Los heterodoxos españoles”, de Marcelino Menéndez Pelayo.
“Progre” eran, igualmente, en Canarias, personajes como Pedro del Castillo, conde de la Vega Grande, uno de los hombres más ricos del Archipiélago que le financió al Secretario General del PCE, José Carlos Mauricio, todo un flamante magazine semanal. Era una cuestión de simple “toma y daca”. El Conde ponía el capital y, de paso, limpiaba democráticamente sus credenciales políticas de  cara a un próximo futuro. Consideraban “progres”,  en realidad, a todos aquellos que se distanciaban del discurso cotidiano del franquismo.
          En el transcurso de los años, una vez acabada formalmente la dictadura, el concepto de “progre”, cambió de naturaleza y se hizo cada vez más confuso. “Progre” era el gobierno de Felipe González, resultante de las elecciones de 1982. Bajo el blindaje del supuesto “progresismo gubernamental”, en España se ejecutaron las más duras reformas económicas y laborales en contra de los asalariados. Los pocos sectores políticos que entendieron el significado de esas reformas, así como las funciones que el capitalismo europeo había encomendado a la socialdemocracia española, fueron neutralizados con el pretexto de una atribuida  “complicidad con la derecha”. Criticar públicamente la política de los socialdemócratas significaba invariablemente ser acusado de estar participando en una suerte de operación derechista de “acoso y derribo” en contra del “Ejecutivo progresista”.
Con ese mismo tipo de blindaje,  González ganó el referéndum de la OTAN, amparado en el engaño de que nuestra inserción en esa Alianza militar no sólo era beneficiosa para los intereses del país, sino que, además, ello no iba a significar que España fuera a estar en su estructura militar.
Durante esos años, “ser progre” sirvió a muchos  de trampolín para obtener los apoyos de amplios sectores sociales, que en el curso de las últimas décadas habían ido perdiendo su identidad política,  difuminándose finalmente en una amalgama de contradicciones y paradojas ideológicas.
Ha sido a partir del arrollador efecto  de la crisis económica y de sus sacudidas político-sociales, cuando el significado del concepto de “progre” ha empezado a ir perfilándose con  mayor precisión. Mientras duraron las “alegrías” suscitadas por la burbuja inmobiliaria, se instaló en determinados sectores de los  asalariados bien remunerados, la creencia de que por arte de no se sabe qué cambios sociológicos, las contradicciones entre capital y trabajo habían desaparecido. No pocos estuvieron convencidos de que en un prodigioso proceso de desclasamiento habían pasado a formar parte del etéreo  limbo de unas nuevas “clases medias”.  Para no pocos,  en el firmamento del sistema capitalista ya no todo era todo  azul o rojo, sino que existía además una amplísima gama de grises, en donde poder buscar un refugio cómodo y reconfortante.
La crisis, ese fenómeno cíclico inherente a la historia misma del sistema capitalista, vino a sacar a cogotazos de sus ensoñaciones a los despistados. A golpes de espada flamígera, como si de un mítico arcángel San Gabriel se tratara, el cataclismo económico volvió a colocar a los asalariados  en el lugar donde socialmente les correspondía. Con la hecatombe  todo retornó a su lugar natural, provocando con ello que el fraude del gris ideológico, tras el que se había guarnecido la progresía,  ha empezado a perder sentido, aunque sus efectos culturales continúen perviviendo todavía.  Y en esa situación es la que nos encontramos ahora.
Pero a la luz de las nuevas circunstancias, ¿qué es hoy realmente un progre? ¿Qué significado político tiene esta figura posmoderna? El articulista argentino Ariel Mayo lo precisa muy bien en este texto que reproduzco:
         “El progresismo es una corriente ideológica que parte de considerar al capitalismo como la forma más eficiente de organización social (o, si se prefiere, la única forma posible de organizar una sociedad moderna): para los progresistas, el marxismo es anacrónico y/o utópico.
        Sin embargo, a diferencia de los liberales, quienes aceptan alegremente las reglas de juego del capital, los progresistas ven con disgusto las diferencias sociales que engendra el sistema capitalista. Es por eso que critican el incremento de la desigualdad social y las formas extremas de explotación (por ejemplo, el trabajo “esclavo” en los talleres clandestinos); no obstante, el rechazo de la lucha de clases y aún de la existencia misma de la clase trabajadora, pone a los progresistas en una situación difícil. ¿En qué actor social apoyarse para reformar los aspectos más repugnantes de la sociedad en que vivimos?
          
La respuesta no es novedosa: corresponde al Estado encargarse de resolver los problemas sociales, en tanto representación de los intereses de toda la sociedad. Para que esta solución sea viable es preciso rechazar el concepto clasista del Estado, pues si los organismos estatales defienden los intereses de una clase social particular, resulta imposible que expresen el interés general. De ahí la preferencia de los progresistas por los conceptos de democracia y ciudadanía.
           A diferencia del viejo reformismo, que tenía por meta alguna variante de socialismo, el progresismo considera que el capitalismo es el límite último del progreso social.
         El progresismo es el producto de las fenomenales derrotas del movimiento obrero en las décadas del ’70 y ’80 del siglo pasado, y de la consiguiente reestructuración capitalista”.
En la actualidad, según mantiene en su artículo Ariel Mayo, la epidemia de los “progres” se fue extendiendo durante estos años desde España a la Argentina, pasando antes por los países del llamado “Socialismo del Siglo XXI”, en los que han hecho del socialismo un sarcasmo, al no tocar el carácter capitalista del Estado, ni las relaciones sociales de producción. En España, el experimento lo ha encarnado Podemos, donde cuatro petulantes profesores universitarios, aprovechando el largo vacío  político dejado por la “izquierda” institucional, abanderaron una indignación popular carente de organización y de norte ideológico.
En los Estados Unidos, la corriente progre está caracterizada por sus happy flowers, indignados con el reaccionario Trump, pero incapaces  de dirigir sus dedos acusadores en contra de genocidas como Obama y Hillary Clinton. En Europa, el fenómeno se desparramó de norte a sur, contribuyendo a que la extrema derecha campe allí por sus respetos. Renunciaron a la defensa de los intereses de los trabajadores porque eso les resultaba muy “cutre”. Y ahora rechazan la lucha de clases y la destrucción del sistema capitalista porque, en el fondo, lo idolatran. Resumidamente podría decirse que todavia hoy los“progres”  continuan constituyendo “la chispa  de la vida del capital”.