Historia y significación ideológica de un término equívoco
En
las décadas de los 60 y 70 del pasado
siglo, los comunistas españoles llamaban “progres” a todos aquellos que de
forma verbal se pronunciaban en contra de la dictadura. La verdad es que
entonces no se distinguían muchos matices ideológicos entre aquellos que
entraban dentro de la clasificación general de “progresia”. El único requisito
consistía en estar en contra de la dictadura de Franco.
Tal
generosidad política por parte de los comunistas no carecía de sentido. El PCE
había luchado durante los 40 años que duró el franquismo en la más absoluta de
las soledades. Y contar con compañías y alianzas les resultaba imprescindible
para protegerse de los salvajes ataques que contra el Partido y sus
organizaciones descargaba la dictadura.
No
es que aquellos a los que se
denominaba “progres” fueran
especialmente aguerridos en su lucha por la democracia. Pero desde el punto de
vista del “arrope social”, su acompañamiento resultaba, por muy discreto que
esté fuera, políticamente muy útil. De ahí la generosidad con la que los
comunistas aceptaban para casi
cualquiera, la adjudicación del término “progresista”. Se trataba de una prodigalidad que si en
principio no fue ingenua, finalmente
terminaría siéndolo.
“Progre”
podía ser un democristiano que escribía artículos en la revista legal de esa
corriente política, “Cuadernos para el diálogo”, como, por ejemplo, Juan Luis
Cebrián, su director. “Progres” eran
también los obispos que olfateando que la dictadura no iba sobrevivir más de
tres lunas, pronunciaban prudentes sermones en los que con una fraseología
críptica y confusa se podía atisbar una leve reivindicación democrática, aunque
unos pocos años atrás figuraran entre sus libros de cabecera “Los heterodoxos
españoles”, de Marcelino Menéndez Pelayo.
“Progre”
eran, igualmente, en Canarias, personajes como Pedro del Castillo, conde de la
Vega Grande, uno de los hombres más ricos del Archipiélago que le financió al
Secretario General del PCE, José Carlos Mauricio, todo un flamante magazine
semanal. Era una cuestión de simple “toma y daca”. El Conde ponía el capital y,
de paso, limpiaba democráticamente sus credenciales políticas de cara a un próximo futuro. Consideraban
“progres”, en realidad, a todos aquellos
que se distanciaban del discurso cotidiano del franquismo.
En el transcurso de
los años, una vez acabada formalmente la dictadura, el concepto de “progre”,
cambió de naturaleza y se hizo cada vez más confuso. “Progre” era el gobierno
de Felipe González, resultante de las elecciones de 1982. Bajo el blindaje del
supuesto “progresismo gubernamental”, en España se ejecutaron las más duras reformas
económicas y laborales en contra de los asalariados. Los pocos sectores
políticos que entendieron el significado de esas reformas, así como las
funciones que el capitalismo europeo había encomendado a la socialdemocracia
española, fueron neutralizados con el pretexto de una atribuida “complicidad con la derecha”. Criticar
públicamente la política de los socialdemócratas significaba invariablemente
ser acusado de estar participando en una suerte de operación derechista de
“acoso y derribo” en contra del “Ejecutivo progresista”.
Con
ese mismo tipo de blindaje, González
ganó el referéndum de la OTAN, amparado en el engaño de que nuestra inserción
en esa Alianza militar no sólo era beneficiosa para los intereses del país,
sino que, además, ello no iba a significar que España fuera a estar en su
estructura militar.
Durante
esos años, “ser progre” sirvió a muchos
de trampolín para obtener los apoyos de amplios sectores sociales, que
en el curso de las últimas décadas habían ido perdiendo su identidad política, difuminándose finalmente en una amalgama de
contradicciones y paradojas ideológicas.
Ha
sido a partir del arrollador efecto de
la crisis económica y de sus sacudidas político-sociales, cuando el significado
del concepto de “progre” ha empezado a ir perfilándose con mayor precisión. Mientras duraron las “alegrías”
suscitadas por la burbuja inmobiliaria, se instaló en determinados sectores de
los asalariados bien remunerados, la
creencia de que por arte de no se sabe qué cambios sociológicos, las contradicciones
entre capital y trabajo habían desaparecido. No pocos estuvieron convencidos de
que en un prodigioso proceso de desclasamiento habían pasado a formar parte del
etéreo limbo de unas nuevas “clases
medias”. Para no pocos, en el firmamento del sistema capitalista ya
no todo era todo azul o rojo, sino que
existía además una amplísima gama de grises, en donde poder buscar un refugio
cómodo y reconfortante.
La
crisis, ese fenómeno cíclico inherente a la historia misma del sistema
capitalista, vino a sacar a cogotazos de sus ensoñaciones a los despistados. A
golpes de espada flamígera, como si de un mítico arcángel San Gabriel se
tratara, el cataclismo económico volvió a colocar a los asalariados en el lugar donde socialmente les
correspondía. Con la hecatombe todo
retornó a su lugar natural, provocando con ello que el fraude del gris
ideológico, tras el que se había guarnecido la progresía, ha empezado a perder sentido, aunque sus
efectos culturales continúen perviviendo todavía. Y en esa situación es la que nos encontramos
ahora.
Pero
a la luz de las nuevas circunstancias, ¿qué es hoy realmente un progre? ¿Qué
significado político tiene esta figura posmoderna? El articulista argentino
Ariel Mayo lo precisa muy bien en este texto que reproduzco:
“El progresismo es una corriente ideológica
que parte de considerar al capitalismo como la forma más eficiente de
organización social (o, si se prefiere, la única forma posible de organizar una
sociedad moderna): para los progresistas, el marxismo es anacrónico y/o
utópico.
Sin embargo, a diferencia de los
liberales, quienes aceptan alegremente las reglas de juego del capital, los
progresistas ven con disgusto las diferencias sociales que engendra el sistema
capitalista. Es por eso que critican el incremento de la desigualdad social y
las formas extremas de explotación (por ejemplo, el trabajo “esclavo” en los
talleres clandestinos); no obstante, el rechazo de la lucha de clases y aún de
la existencia misma de la clase trabajadora, pone a los progresistas en una
situación difícil. ¿En qué actor social apoyarse para reformar los aspectos más
repugnantes de la sociedad en que vivimos?
La respuesta no es novedosa:
corresponde al Estado encargarse de resolver los problemas sociales, en tanto
representación de los intereses de toda la sociedad. Para que esta solución sea
viable es preciso rechazar el concepto clasista del Estado, pues si los
organismos estatales defienden los intereses de una clase social particular,
resulta imposible que expresen el interés general. De ahí la preferencia de los
progresistas por los conceptos de democracia y ciudadanía.
A diferencia del viejo reformismo,
que tenía por meta alguna variante de socialismo, el progresismo considera que
el capitalismo es el límite último del progreso social.
El progresismo es el producto de las
fenomenales derrotas del movimiento obrero en las décadas del ’70 y ’80 del
siglo pasado, y de la consiguiente reestructuración capitalista”.
En
la actualidad, según mantiene en su artículo Ariel Mayo, la epidemia de los
“progres” se fue extendiendo durante estos años desde España a la Argentina,
pasando antes por los países del llamado “Socialismo del Siglo XXI”, en los que
han hecho del socialismo un sarcasmo, al no tocar el carácter capitalista del
Estado, ni las relaciones sociales de producción. En España, el experimento lo
ha encarnado Podemos, donde cuatro petulantes profesores universitarios,
aprovechando el largo vacío político
dejado por la “izquierda” institucional, abanderaron una indignación popular
carente de organización y de norte ideológico.
En
los Estados Unidos, la corriente progre está caracterizada por sus happy flowers,
indignados con el reaccionario Trump, pero incapaces de dirigir sus dedos acusadores en contra de
genocidas como Obama y Hillary Clinton. En Europa, el fenómeno se desparramó de
norte a sur, contribuyendo a que la extrema derecha campe allí por sus respetos.
Renunciaron a la defensa de los intereses de los trabajadores porque eso les
resultaba muy “cutre”. Y ahora rechazan la lucha de clases y la destrucción del
sistema capitalista porque, en el fondo, lo idolatran. Resumidamente podría
decirse que todavia hoy los“progres”
continuan constituyendo “la chispa
de la vida del capital”.