martes, 16 de mayo de 2017

BORRASCAS Y FOGONES


        
Diferentes estudios ponen de manifiesto que el consumo medio de televisión en España está situado en cuatro horas al día. Los jóvenes comprendidos entre 16 y 24 años de edad pasan casi cinco horas entre la pantalla del televisor y su teléfono móvil a partes iguales.
Sigamos con otras estadísticas significativas. El 35 por ciento de los españoles no lee nunca o casi nunca un libro frente al 30 por ciento que coge un libro todos o casi todos los días, que junto al 35 por ciento que toma alguna vez un libro al trimestre arrojan una media de aproximadamente 9 libros leídos al año. En Finlandia, las encuestas indican que la media de libros leídos anualmente por cada habitante se eleva a cerca de 50 títulos.
Otro dato importante referido a España es que solo una de cada tres personas se informa a través de la prensa escrita o digital, siendo el periódico más consultado el diario deportivo Marca, del que es fan ilustre Mariano Rajoy.
La panorámica descrita a grandes trazos traslada la idea de que la televisión es un hecho cultural de primera magnitud, tanto como única vía de información como alternativa de ocio y entretenimiento preferente para amplias capas de la población española. Lo que vemos por televisión tiene una enorme capacidad para ahormar conciencias de modo ideológico y para crear consensos políticos favorables a las tesis del orden establecido.
A la búsqueda de formatos espectaculares de éxito masivo, las cadenas de televisión ensayan fórmulas novedosas que van de la barbaridad a la desmesura. Todo cabe para abrir de par en par los ojos del telespectador aburrido y cansado de las rutinas cotidianas: ridiculizar a los concursantes o someterlos a pruebas aberrantes. No hay barreras éticas ni mesura razonable si el resultado es un índice de audiencia in crescendo.
A tenor de lo dicho, la información meteorológica no cabría en esta descripción sumaria de los hechos relatados. Sin embargo, el inocuo espacio del tiempo se ha ido desgajando de los telediarios para hallar un rincón propio estelar a la cola de las noticias diarias. Estamos ante una excepción rara de las parrillas televisivas pero de gran impacto en la audiencia, demostrado por las inserciones en publicidad de las principales firmas del sector de la energía y otras de consumo general.
Mucha gente, de hecho, prescinde de las malas o complejas noticias informativas para sentarse con fidelidad ante el programa específico del tiempo actual y las previsiones a corto plazo. Algunos presentadores, incluso, se han convertido en pequeñas estrellas de la constelación de la fama televisiva.
Una sucinta y equilibrada información de la meteorología diaria no llevaría más de cinco minutos, probablemente menos, no obstante ahora entre los espacios matutinos, vespertinos y nocturnos el consumo ofrecido real supera los 60 minutos, una franja que rinde pingües beneficios a los accionistas de las cadenas y mantiene en un círculo vicioso de debilidad mental al telespectador asiduo que recibe como noticias lo obvio: que en invierno nieva, en primavera llueve, en verano hace calor y en otoño se caen las hojas de los árboles.
La parafernalia que se utiliza es psicodélica: mucho color, muchos movimientos en apariencia científicos, mucha verborrea entre coloquial y levemente técnica e imágenes impactantes de algún fenómeno atmosférico fuera de lo común en cualquier confín del mundo, regado por refranes tradicionales y algún comentario, reportaje o entrevista de aires bucólicos o rurales.
Esta maravilla del tiempo cautiva a una gran audiencia. Lo realmente relevante en términos políticos y sociales queda eclipsado por las noticias recurrentes y ampulosas del tiempo de hoy mismo, algo que estamos sintiendo en primera persona desde que hemos puesto pie en tierra por la mañana. La televisión nos da la oportunidad de compartir una emoción secundaria compartida con una inmensa mayoría. Además, algunos telespectadores participativos retratan su entorno, amaneceres, bellos paisajes con niebla, ríos que se desbordan, anocheceres de luna llena, como anónimos artistas de lo evidente.
Anclados al tiempo y sus versiones archiconocidas, amplificadas por la imagen retórica de la pantalla del televisor, olvidamos de repente la cruda lucha de cada jornada y los acontecimientos principales del pueblo, la ciudad, el país y el mundo. Las noticias empaquetadas del tiempo son el refugio perfecto y no ideológico en el que guarecernos de las inclemencias de la vida cotidiana.
Tras enterarnos en primicia doméstica que mañana entrará una borrasca por donde siempre, tenemos la sensación dulce de que todo está en su sitio. La normalidad de lo obvio y evidente es una medicina formidable para calmar nuestras propias ansiedades. El efecto secundario estriba en que desconectamos de la realidad que nos acucia. De ahí, al margen del rendimiento publicitario, que el tiempo sea un recurso ideológico extraordinario para mantener el statu quo social y político dentro de unos parámetros aceptables para las elites y la sociedad neoliberal.
Su contribución es casi invisible. ¿Quién puede pensar que el inofensivo tiempo meteorológico también cumple un cometido ideológico de desvío de la realidad y de edulcorante de mentes acosadas por la precariedad vital del neoliberalismo? Nadie o casi nadie; esa es la inquietante verdad que debemos asumir… como propia.
Otra cosa en las antípodas del tiempo es la proliferación de programas relacionados con la gastronomía. Primero fueron los espacios dedicados a la ama de casa como una ayuda gratis e inestimable para enseñarles trucos de cocina y nuevos menús para ensanchar su sabiduría culinaria.
El último hito son los concursos de aspirantes a cocineros profesionales. Pura competición capitalista en su esencia bajo un formato que reproduce casi todos los elementos intrínsecos a una relación laboral en el mundo real. También destila todos los ingredientes del orden social en vigor, entre otros, el éxito y la fama a toda costa caiga quien caiga en mi empeño particular y egoísta de conquistar la cima o el estatus ambicionados y la idolatría esclava a unos personajes ilustres convertidos en ídolos icónicos a emular, los ególatras chefs sobrevalorados por los medios de comunicación.
De una nimiedad existencial, todos debemos alimentarnos, se hace un castillo de naipes excelso y presuntamente exquisito: todos podemos alcanzar la vitola de artista de los fogones. El asunto es popular, inserto en las tradiciones de cualquier sociedad. Los tópicos al uso se transforman en televisión en costumbres de una inmensa riqueza creativa y chabacana.
Sin embargo, los más importantes ingredientes no residen en las recetas sino en el envoltorio del programa, que pasan casi desapercibidos dentro del espectáculo total de la escaleta de cada capítulo.
Los concursos gastronómicos actuales reproducen los esquemas de la sociedad a la que van dirigidos. Unos atesoran el saber, los jueces del evento, y otros, los animosos concursantes, se entregan a su afición íntima desde la ignorancia o el error. Como en el mundo laboral de empresarios y asalariados.
Se escenifica en todo momento una relación o binomio del que jamás se puede salir o mantener una actitud crítica. Desde un paternalismo zafio, los chefs emiten juicios severos sobre el trabajo de los aspirantes sin posibilidad de crítica o enmienda, mientras que a los concursantes les está asignada por guion una actitud servil de alumno permanente. La aceptación del orden jerárquico resulta incuestionable como en el sistema educativo oficial, una escuela en el fondo de sumisión calculada al orden normalizado.
A ojo y en cuestión de segundos el veredicto de los jueces marca una frontera infranqueable, a un lado los ganadores o aptos, al otro los derrotados o inútiles que se quedan a medio camino de sus sueños o delirios de grandeza.
Y en esa competición, el camino está plagado de obstáculos y de pruebas en que todos compiten contra todos: vale también poner zancadillas sutiles al contrincante para sacar ventaja en el juego, prefigurando una moral capitalista del llegar a ser individualista frente al esfuerzo mancomunado de varias mentes y manos por llevar a cabo un mismo proyecto colectivo.
El espíritu de sacrificio del concursante no ha de tener límites. Debe prosternarse antes los consejos y sentencias inapelables del chef convertido en un juez supremo sin asomo de rebeldía razonada. Igual actitud hay que mantener en la sociedad capitalista. En la cúspide solo hay lugar a los más aptos y los más aptos son los más sumisos y los que mejor interiorizan el orden estratificado por títulos, certificados y parabienes otorgados por los que ostentan el saber hacer oficial.
Después de ver un programa-concurso de gastronomía desde el cómodo sofá del salón, nos enteramos que todo es negocio: los becarios de los grandes chefs no cobran ni un duro por su trabajo esclavo de los restaurantes de mayor postín, aquellos donde suele cobrase por cubierto hasta 300 euros o más. Eso sí, los chefs de lujo saben tanto que da gloria escuchar sus excelsas palabras como oráculos de la verdad absoluta.
Ya hay auténticos forofos ultras de las borrascas y los fogones. Alrededor de ambos fenómenos televisivos se cuecen factores psicológicos, sociológicos, culturales e ideológicos de enorme profundidad que merecerían un análisis o estudio más detallado.
Alguien podría aducir que tanto el tiempo como las cocinas son temas inocuos, limpios y transparentes de escasa o nula incidencia política. Correr 22 jugadores tras una pelota para intentar marcar un gol también parece un hecho banal o intrascendente. Y ya nadie duda que el fútbol es un gigantesco evacuatorio de la problemática social y política a escala internacional.
El neoliberalismo transita por nuestras arterias y venas como un fenómeno casi natural. Aceptamos elefante como animal de compañía sin inmutarnos. Las convenciones son así, de textura superficial inocua y trivial, pero forman el tejido social que determina nuestra existencia.
De las mayorías silenciosas que no leen nunca o casi nunca y son hooligans de la televisión sacan millones de votos las opciones políticas de la derecha y sus conmilitones en las sociedades neoliberales del consumo y el espectáculo abierto 24 horas. Y tú lo sabes.