El
hispanista y poeta rumano Darie
Novaceanu fue invitado en el año 1985 para dar una conferencia sobre su obra
ante el público español en el Instituto de Cooperación Iberoamericana. En esa
ocasión recitó un dramático poema titulado “Vejez de Europa” en el que con todo
el realismo describía como los cuadros de los niños que se colgaban en la sala
de la casa envejecían prematuramente; les salían canas, se les arrugaba la
piel, se les caía el pelo, esas bocas desdentadas y los cuerpos encorvados
mientras las manos huesudas y callosas sostenían un desgastado bastón. En ese ambiente frío y mortecino a través de
la ventana un espectro miraba su propio cortejo fúnebre. Este poema me iluminó
al darme cuenta de cuál sería nuestro futuro.
Décadas
después inesperadamente estalla la crisis del coronavirus en el que un 80% de
las víctimas son ancianos que superan los setenta años, es decir, los más
vulnerables y débiles. El gobierno español no supo prevenir lo que se venía
encima y esta estúpida decisión ha desencadenado un verdadero holocausto. No se
cerraron los aeropuertos, los puertos ni las fronteras y se siguieron
celebrando manifestaciones y eventos deportivos en una actitud suicida difícil
de comprender. Hubieran podido seguir el ejemplo de Japón, Singapur o Corea del
Sur, pero se durmieron en los laureles. Es la clásica soberbia de nuestros
prepotentes líderes: ¡Como le va a pasar esto a España, un país europeo del
primer mundo! Reacción lenta y torpe que ha tenido unas catastróficas
consecuencias. El 31 de enero del 2020 la OMS ya había declarado la emergencia
sanitaria global por el coronavirus.
A
causa de la agenda diaria del trabajo tan vertiginosa y trepidante no hay
tiempo para atender a los ancianos. Estamos agotados y el estrés nos vence,
llegan los recibos de las deudas, los préstamos o los créditos o los problemas
familiares y casi ni se puede disfrutar del tiempo de ocio. Situaciones
embarazosas que apenas dejan unos cuantos minutos para llamar a los padres y
abuelos por los teléfonos celulares y mandarles un saludo de cumplido. Esos “viejos decrépitos” deben recluirse en
sus residencias o asilos para que no molesten ya que muchos tienen problemas de
salud (enfermedades crónicas terminales, demencia senil o alzheimer) Son
dependientes y necesitan ayudas de enfermeros o asistentes.
Quien
sobrepase los 60 años de edad ya puede considerarse un cacharro inservible que
se esconde en el desván. Los viejos ya han cumplido ejemplarmente su cometido
en la cadena de producción, han dado los mejores años de su vida contribuyendo
al crecimiento de la sociedad del bienestar y gracias a sus cotizaciones a la
seguridad social gozan de una merecida jubilación.
Para
no ser tan duros y despectivos a los ancianos en términos eufemísticos se les
llama “la tercera edad”, “edad avanzada”, “la edad de oro”, “adultos mayores”. Son equiparados con menores de edad porque
han visto mermadas sus capacidades físicas y mentales. No son más que un
estorbo y voluntariamente o por decisión de sus familias, deben ser confinados
en esos parkings en que se han convertido las residencias o asilos. En eso
guetos podrán relacionarse con otros viejos y darse consuelo y cariño. No les
queda otra que matar el tiempo sentados en la sala de televisión contemplando
películas, partidos de fútbol, o jugar a los naipes o el domino antes de iniciar
su viaje definitivo al más allá.
La
senilidad que debería ser una etapa armónica y equilibrada, el descanso del
guerrero, para la civilización tecnológica industrial representa una maldición.
Es el principio del fin pues se atrofian el cuerpo, se pierden a la visión, la
audición, se anula la sexualidad y el placer se convierte en dolor o depresión.
Solo se vislumbra en el horizonte el invierno gélido que precede a la muerte.
A
raíz de la pandemia del coronavirus muchos ancianos han sido condenados a una
infernal agonía; están muriendo a solas, abandonados sin ningún contacto con
sus familiares. Se les considera un peligroso foco de infección y nadie puede
acercarse a ellos sino se cuenta con un sofisticado equipo de aislamiento EPI.
¡Vaya tragedia más espantosa! ¡No se les puede ni tocar!
Los
iconos de la sociedad hedonista y narcisista imperante son los jóvenes; hombres
y mujeres bellos o bellas, sanos musculosos o de cuerpos sensuales y
atractivos. Este es el ideal supremo que transmite la propaganda de la sociedad
de consumo capitalista. Hay pánico a envejecer porque el mundo le pertenece a
los más fuertes ya que el sistema exige eficiencia y productividad. El fascismo neoliberal desprecia y humilla a
esos ancianos decadentes y estériles que no son más que un cero a la izquierda.
El dilema que han planteado algunos políticos como Donald Trump es el de “¿qué
es mejor: que se mueran unos cuantos ancianos o que se vaya a pique la
economía?” Al final se aplicará el método de la inmunidad de la manada y que
caiga quien caiga.
La
Europa contemporánea atraviesa una desgarradora crisis demográfica a causa de
la baja natalidad. El envejecimiento de la población es un fenómeno que
impactará muy gravemente en un futuro no muy lejano. Las parejas ya no quieren tener hijos sino
perros, mascotas o animales de compañía pues prevalece el egoísmo y el
individualismo. Los ancianos crean problemas y son muy fastidiosos así que lo
mejor es que se retiren al “cementerio de elefantes”
En
la época antigua de Grecia o Roma el anciano representaba la sabiduría y la
experiencia imprescindible para tomar decisiones en todos los ámbitos del poder
y por lo tanto el estado asumía su protección; eran reverenciados y se les
rendía un gran respeto. Como sucede
igualmente entre los países musulmanes donde ocupan el centro de la familia
nuclear y encarnan la sapiencia y la autoridad. Por el contrario, la sociedad
capitalista occidental los ancianos son confinados en asilos pues no tiene
compasión de los seres “inútiles e improductivos”. O sea, se les trata como
objetos desechables.
En
el Tercer Reich los viejos eran considerados un obstáculo para el desarrollo
del estado nacional-socialista. Por eso
no es de extrañar que el Reichstag diera la orden a los médicos de deshacerse
de los ancianos inútiles, enfermos, minusválidos o retrasados mentales con
“métodos apropiados” (inyección de “ascensión” para enviarlos al cielo) La
eutanasia hitleriana tenía la finalidad de ahorrar costos, comida y
medicamentos tan escasos durante la II Guerra Mundial. Este fue el cruel destino
de 70.000 internos en los establecimientos psiquiátricos alemanes eliminados
por el decreto supremo (secreto) del Estado Nazi (compadecidos por su
sufrimiento) Sus familiares lo aceptaron resignados pues no podían contradecir
las patrióticas directrices del fuhrer. El ideal supremo del Tercer Reich era
la eugenesia, es decir, la creación de una raza pura aria, sana, joven y
poderosa que se supone dominaría el mundo con su vigor y fuerza sobrenaturales.
Estamos
viviendo en una sociedad brutalmente materialista, las personas mayores viven
solas y no se les dirige la palabra porque los ciudadanos están más preocupados
por las comunicaciones cibernéticas a través de sus teléfonos celulares, iPod,
SmartPhone, ordenadores o tablets; abducidos por completo por la realidad
virtual de Instagram Telegram o Twitter o Facebook. Enviciados por el virus
neurótico del ego supertecnológico que castra por completo las relaciones
sociales.
Esos
viejos ingresados en los hospitales y residencias hacen parte de la generación
que construyó este país destruido por la guerra civil, una generación que hizo
frente al hambre y la ruina de la posguerra y, para colmo, también a la
represión de la dictadura franquista. Y estamos dejando morir a quienes trabajaron
14 horas diarias para levantar a este país. Si el paciente está muy grave a
causa del coronavirus y tiene más de 75 años, se le deshecha, ya no interesa
cuidarlos y les dejan morir. Porque “la medicina tiene que escoger quién tiene
una vida útil por delante”. Son las leyes no escritas del darwinismo social
donde los seres humanos no son más que números de las estadísticas. “Están muriendo como moscas nuestros ancianos
y desde el gobierno se repite hasta la extenuación que tenemos una Seguridad
Social increíble, la mejor del mundo, pero muchas veces el personal sanitario
no tiene ni guantes que ponerse».
A
las personas muertas por el coronavirus se les introduce en un sudario
especial, un saco de color crema con un aislamiento externo que impide cualquier
fuga. La cremallera se sella con un pegamento especial de manera que jamás
pueda abrirse de nuevo. Una vez metido el cadáver en el ataúd este se higieniza
con una solución de agua y lejía para eliminar cualquier resto del virus. Está
prohibido hacer autopsias o recoger muestras del cuerpo. El féretro se apila en
cámaras frigoríficas hasta que sea trasladado a los hornos crematorios. Aunque
existe una larga lista de espera y este proceso puede durar varios días pues
hay que cumplir cierto papeleo administrativo de rigor. Los familiares no los
pueden velar o, quizás, por clemencia, se permite a algún miembro de la familia
-vestido con un traje especial- que les ponga una corona de flores. No vale la
pena enterrarlos así que la mejor alternativa es cremarlos (contradiciendo
incluso la voluntad del fallecido) pues pueden ser foco de expansión del
coronavirus. Con todo el dolor del alma hay que desaparecer todo rastro del
“apestado” sobre la faz de la tierra. Los sepultureros no dan abasto, el
negocio de las funerarias es el más favorecido con la pandemia y los muy
usureros y especuladores aprovechan la tragedia y llegan a cobrar más de 4.000
euros por encima del precio normal. Ante el colapso a los servicios funerarios
el ayuntamiento de Madrid- foco principal de la pandemia en España- ha tenido
que habilitar el Palacio de Hielo como morgue improvisada.
A
los causantes de esta pandemia anunciada se les debe exigir tanto
responsabilidades políticas como penales. Porque existen unos culpables que
cobardemente no quieren dar la cara y evaden cualquier pregunta capciosa. No
han sabido velar por la salud del pueblo como reza en la Constitución
monárquica. La coalición gobernante
PSOE-Unidas Podemos intentan infructuosamente desentenderse de este holocausto
que hasta el momento ha causado casi 6.000 muertos- aduciendo que “los virus no
conocen de fronteras”. Pero da la
casualidad que los expertos epidemiológicos, que debieron anticiparse a su
propagación del coronavirus, fueron nombrados por ellos mismos.
Este
virus desenmascara toda la miseria moral de quienes ostentan el poder de
decisión que se inhibieron, prevaricaron por proteger sus propios intereses
tanto partidistas como económicos. En España el sector turístico recibe
anualmente más de 80.000.000 visitantes del mundo entero que dejan 92.200
millones de euros. ¡Cómo iban a alarmar
a los turistas con insignificante virus! Ahora las consecuencias no solo
van a ser los miles de muertos sino también el colapso del sistema de salud y
la ruina económica que será aún más terrible que la propia pandemia.