La
proliferación de escándalos en toda España, de casos de corrupción en empresas
e instituciones, el descarado saqueo de entidades financieras como las cajas de
ahorro, y de prácticas delictivas en los bancos, el espectáculo de la compra de
la voluntad de diputados y concejales para conseguir leyes adecuadas para
negocios turbios o para favorecer a grandes compañías, mientras los gobiernos
imponen la austeridad forzosa, recortan derechos democráticos y ciudadanos,
bajan salarios, y roban impunemente una parte de los sueldos de los
funcionarios públicos, ponen de manifiesto que la situación en España ha
alcanzado un punto crítico, hasta el extremo de que todas las instituciones del
país amenazan quiebra. En una atmósfera de fin de época, el cinismo y la
desvergüenza parecen haberse apoderado del país.
Sin
embargo, la corrupción no es general: de hecho, la gran mayoría de los
ciudadanos del país trabajan (si pueden), pagan sus impuestos, y contribuyen
con su esfuerzo al sostenimiento de las estructuras sociales. Pero, buena parte
de las élites sociales viven en un ambiente propicio a la picaresca, a la
proliferación de cohechos, malversaciones, fraudes y evasiones de impuestos.
Viven
en la exigencia de demandas particulares orientadas a favorecer sus negocios,
al impulso de operaciones turbias, al aprovechamiento de los recursos públicos
para enriquecimiento de unos pocos.
En
los últimos años, la corrupción ha alcanzado a todas las instituciones, y el
pasmo llega a Iñaki Urdangarín y a la monarquía, incluso al propio Juan Carlos
de Borbón, mientras aparecen ministros bajo sospecha, añadidos a consejeros de
autonomías, alcaldes, responsables de diputaciones, concejales, presidentes y
consejeros de cajas de ahorro, bancos y empresas, en una ominosa sucesión de
personajes que han aparecido vinculados a la vergonzosa lacra de la corrupción.
Los
empresarios, con casos sonados como el del ex presidente de la CEOE, Díaz
Ferrán, y el vicepresidente, Arturo Fernández, entre otros muchos; los negocios
de dirigentes del PP, y de empresas que financiaron al partido de Rajoy, como
ha puesto de manifiesto el “caso Bárcenas”, por no hablar de los escándalos de
Valencia, Baleares y Madrid, todos ellos relacionados.
Pero
también el PSOE está bajo sospecha, desde el ayuntamiento de Sabadell al “caso
Pretoria”, y los ERE andaluces, y, en Cataluña, Convergència i Unió, donde la
sombra de la corrupción convergente llevó al ex presidente Maragall, hace
varios años, a acusar a Artur Mas del “problema del 3 %”, o las presuntas
comisiones cobradas a muchas empresas por Convergència. Las vergüenzas
proliferan: el “caso Palau”; la actuación del diputado convergente, Xavier
Crespo, amigo de la mafia rusa; los pagos de Ferrovial, la sombra de las
comisiones ocultas sobre la Ciudad de la Justícia y la línea 9 del metro, entre
tantos otros escándalos menores, además de los episodios de espionaje político
que afectan al PSC, PP y CiU, muestran la extensión de la gangrena.
Rajoy
y el Partido Popular pretenden obviar esa evidencia de la corrupción rampante
por el procedimiento de insistir en que la prioridad de su gobierno es afrontar
la crisis económica, como si no fuera posible hacerlo y, al mismo tiempo,
perseguir con dureza la corrupción.
Es
la actitud de muchos responsables políticos, aunque no por ello dejan de
simular preocupación: en Cataluña, Artur Mas y su gobierno presentaron un
documento, en febrero, sobre “propuestas y reflexiones” para la “transparencia
y regeneración democràtica”. Mas, responsable de un partido con numerosos (y
presuntos, sí) responsables corruptos, propuso la creación de una comisión
anticorrupción, iniciativa que llevó a un diputado catalán a definir con
precisión su gesto: “Es como si la Camorra propusiera un pacto antimafia”.
Mientras
todo eso ocurre, la pobreza aumenta en España, incluso entre las personas que
disponen de trabajo, y las rebajas de salarios se han convertido en una moneda
común entre los empresarios, de manera que junto al sacrificio de la población
una legión de corruptos exprime y roba los recursos del país.
Esa
corte de pícaros, comisionistas, empresarios sin escrúpulos, abogados que viven
en el margen de la ley, cabilderos que median entre empresas y administración,
políticos sin dignidad, son uno de los principales problemas del país, y aunque
el capitalismo y la obsesión por el dinero fácil son los grandes corruptores, y
la corrupción prospera de la mano de la derecha, esa evidencia no excluye que
el olor nauseabundo de la corrupción haya alcanzado a algunos sectores de la
izquierda, mostrando, una vez más, que la ideología y la ética siguen en
ocasiones caminos divergentes.
Los
males de la sociedad española son evidentes: unos partidos políticos poco
democráticos en sus estructuras internas, convertidos en gremios de cargos
públicos y en agencias de empleo en la administración para sus miembros más
destacados: el PP, el PSOE, Convergència i Unió, son claros ejemplos de ello;
una creciente, y peligrosa, desafección democrática entre los ciudadanos, que
dificulta la acumulación de energía para impulsar el cambio social, la
connivencia con los malos usos de la corrupción y del clientelismo; una
administración pública poco eficiente que permite la arbitrariedad y el abuso
cometidos por las élites políticas, en alcaldías y ministerios, pasando por los
gobiernos autonómicos, las empresas públicas y los organismos dependientes de
la administración; y, en fin, una arquitectura democrática, fruto de la
transición política tras el final del franquismo, que exige a gritos una
regeneración… que sólo puede llegar de la mano de una república honesta.
La
honradez, la transparencia en acuerdos y contratos en la administración pública
y entre las empresas, la lucha activa contra la corrupción, la responsabilidad
en el ejercicio de los cargos públicos, el control de las actividades y de las
decisiones del gobierno, de los partidos políticos, sindicatos y empresas,
junto a la persecución del fraude fiscal, al control bancario de los ingresos,
han de ser la base de cualquier sistema democrático.
Porque la corrupción gangrena la sociedad,
siembra el veneno de la decepción y la indiferencia, destruye la conciencia
democrática de los ciudadanos, corroe las convicciones éticas de la sociedad, y
contribuye a configurar ciudadanos descreídos y cínicos, ajenos a la honestidad
y a las buenas prácticas.
Los
corruptos siempre aluden a que la corrupción es un mal presente en todas las
sociedades y en todas las épocas, e incluso algunos medios neoliberales llegan
a postular la idea de que puede ser beneficiosa para el desarrollo económico de
los países, puesto que, hipotéticamente, genera movimiento económico y social.
Es
el argumento de los cínicos, de los desencantados y de los cómplices. Si la
izquierda no hace de la honradez y de la ética, los principios rectores de su
actuación, no sirve para nada. No es nada nuevo: eso, y las tentaciones del
poder, era conocido ya a principios del siglo XX, cuando los veteranos del
movimiento obrero vasco decían que en las instituciones había que poner a los
miembros más honrados… y vigilarlos como si fueran ladrones.