lunes, 17 de junio de 2013

LA GANGRENA DE LA SOCIEDAD ESPAÑOLA


La proliferación de escándalos en toda España, de casos de corrupción en empresas e instituciones, el descarado saqueo de entidades financieras como las cajas de ahorro, y de prácticas delictivas en los bancos, el espectáculo de la compra de la voluntad de diputados y concejales para conseguir leyes adecuadas para negocios turbios o para favorecer a grandes compañías, mientras los gobiernos imponen la austeridad forzosa, recortan derechos democráticos y ciudadanos, bajan salarios, y roban impunemente una parte de los sueldos de los funcionarios públicos, ponen de manifiesto que la situación en España ha alcanzado un punto crítico, hasta el extremo de que todas las instituciones del país amenazan quiebra. En una atmósfera de fin de época, el cinismo y la desvergüenza parecen haberse apoderado del país.

Sin embargo, la corrupción no es general: de hecho, la gran mayoría de los ciudadanos del país trabajan (si pueden), pagan sus impuestos, y contribuyen con su esfuerzo al sostenimiento de las estructuras sociales. Pero, buena parte de las élites sociales viven en un ambiente propicio a la picaresca, a la proliferación de cohechos, malversaciones, fraudes y evasiones de impuestos.

Viven en la exigencia de demandas particulares orientadas a favorecer sus negocios, al impulso de operaciones turbias, al aprovechamiento de los recursos públicos para enriquecimiento de unos pocos.

En los últimos años, la corrupción ha alcanzado a todas las instituciones, y el pasmo llega a Iñaki Urdangarín y a la monarquía, incluso al propio Juan Carlos de Borbón, mientras aparecen ministros bajo sospecha, añadidos a consejeros de autonomías, alcaldes, responsables de diputaciones, concejales, presidentes y consejeros de cajas de ahorro, bancos y empresas, en una ominosa sucesión de personajes que han aparecido vinculados a la vergonzosa lacra de la corrupción.

Los empresarios, con casos sonados como el del ex presidente de la CEOE, Díaz Ferrán, y el vicepresidente, Arturo Fernández, entre otros muchos; los negocios de dirigentes del PP, y de empresas que financiaron al partido de Rajoy, como ha puesto de manifiesto el “caso Bárcenas”, por no hablar de los escándalos de Valencia, Baleares y Madrid, todos ellos relacionados.

Pero también el PSOE está bajo sospecha, desde el ayuntamiento de Sabadell al “caso Pretoria”, y los ERE andaluces, y, en Cataluña, Convergència i Unió, donde la sombra de la corrupción convergente llevó al ex presidente Maragall, hace varios años, a acusar a Artur Mas del “problema del 3 %”, o las presuntas comisiones cobradas a muchas empresas por Convergència. Las vergüenzas proliferan: el “caso Palau”; la actuación del diputado convergente, Xavier Crespo, amigo de la mafia rusa; los pagos de Ferrovial, la sombra de las comisiones ocultas sobre la Ciudad de la Justícia y la línea 9 del metro, entre tantos otros escándalos menores, además de los episodios de espionaje político que afectan al PSC, PP y CiU, muestran la extensión de la gangrena.

Rajoy y el Partido Popular pretenden obviar esa evidencia de la corrupción rampante por el procedimiento de insistir en que la prioridad de su gobierno es afrontar la crisis económica, como si no fuera posible hacerlo y, al mismo tiempo, perseguir con dureza la corrupción.

Es la actitud de muchos responsables políticos, aunque no por ello dejan de simular preocupación: en Cataluña, Artur Mas y su gobierno presentaron un documento, en febrero, sobre “propuestas y reflexiones” para la “transparencia y regeneración democràtica”. Mas, responsable de un partido con numerosos (y presuntos, sí) responsables corruptos, propuso la creación de una comisión anticorrupción, iniciativa que llevó a un diputado catalán a definir con precisión su gesto: “Es como si la Camorra propusiera un pacto antimafia”.

Mientras todo eso ocurre, la pobreza aumenta en España, incluso entre las personas que disponen de trabajo, y las rebajas de salarios se han convertido en una moneda común entre los empresarios, de manera que junto al sacrificio de la población una legión de corruptos exprime y roba los recursos del país.
Esa corte de pícaros, comisionistas, empresarios sin escrúpulos, abogados que viven en el margen de la ley, cabilderos que median entre empresas y administración, políticos sin dignidad, son uno de los principales problemas del país, y aunque el capitalismo y la obsesión por el dinero fácil son los grandes corruptores, y la corrupción prospera de la mano de la derecha, esa evidencia no excluye que el olor nauseabundo de la corrupción haya alcanzado a algunos sectores de la izquierda, mostrando, una vez más, que la ideología y la ética siguen en ocasiones caminos divergentes.

Los males de la sociedad española son evidentes: unos partidos políticos poco democráticos en sus estructuras internas, convertidos en gremios de cargos públicos y en agencias de empleo en la administración para sus miembros más destacados: el PP, el PSOE, Convergència i Unió, son claros ejemplos de ello; una creciente, y peligrosa, desafección democrática entre los ciudadanos, que dificulta la acumulación de energía para impulsar el cambio social, la connivencia con los malos usos de la corrupción y del clientelismo; una administración pública poco eficiente que permite la arbitrariedad y el abuso cometidos por las élites políticas, en alcaldías y ministerios, pasando por los gobiernos autonómicos, las empresas públicas y los organismos dependientes de la administración; y, en fin, una arquitectura democrática, fruto de la transición política tras el final del franquismo, que exige a gritos una regeneración… que sólo puede llegar de la mano de una república honesta.

La honradez, la transparencia en acuerdos y contratos en la administración pública y entre las empresas, la lucha activa contra la corrupción, la responsabilidad en el ejercicio de los cargos públicos, el control de las actividades y de las decisiones del gobierno, de los partidos políticos, sindicatos y empresas, junto a la persecución del fraude fiscal, al control bancario de los ingresos, han de ser la base de cualquier sistema democrático.

 Porque la corrupción gangrena la sociedad, siembra el veneno de la decepción y la indiferencia, destruye la conciencia democrática de los ciudadanos, corroe las convicciones éticas de la sociedad, y contribuye a configurar ciudadanos descreídos y cínicos, ajenos a la honestidad y a las buenas prácticas.

Los corruptos siempre aluden a que la corrupción es un mal presente en todas las sociedades y en todas las épocas, e incluso algunos medios neoliberales llegan a postular la idea de que puede ser beneficiosa para el desarrollo económico de los países, puesto que, hipotéticamente, genera movimiento económico y social.

Es el argumento de los cínicos, de los desencantados y de los cómplices. Si la izquierda no hace de la honradez y de la ética, los principios rectores de su actuación, no sirve para nada. No es nada nuevo: eso, y las tentaciones del poder, era conocido ya a principios del siglo XX, cuando los veteranos del movimiento obrero vasco decían que en las instituciones había que poner a los miembros más honrados… y vigilarlos como si fueran ladrones.