Dinámico,
moderno, entusiasta, polivalente, políglota, sabes manejar las nuevas
tecnologías y te conformas con poco. Disponibilidad inmediata y constante para
vivir en cualquier ciudad y trabajar en cualquier horario, las 24 horas al día,
los siete días de la semana.
Han
conseguido que aceptes la épica del lobo solitario, del francotirador que,
aislado en una torre, sobrevive como puede. No tienes raíces y, si las tenías,
las has perdido. Nada te ata, ni familia ni propiedades. Eres el trabajador
ideal. Dinámico y moderno. Flexible. Tan flexible como el mercado laboral. Eres
el contorsionista de los derechos laborales.
Te
pareces a los protagonistas de tantas series y películas estadounidenses. Esos
que nunca cierran el coche con llave y que cambian de ciudad y de trabajo
constantemente, a los que –en mitad de la emocionante trama– nunca les llaman
por teléfono sus familiares.
La
tecnología te ha subyugado, y a ratos, te crees un privilegiado por disfrutar
de los últimos adelantos tecnológicos. Estás orgulloso de tu perfecta
aculturación al capitalismo postindustrial.
¿Aculturación?
¿Eso qué es? “Aculturación se refiere al resultado de un proceso en el cual una
persona o un grupo de ellas adquieren una nueva cultura (o aspectos de la
misma), generalmente a expensas de la cultura propia y de forma involuntaria”,
dice la Wikipedia. Esa nueva cultura es laboral y se ha impuesto como se
imponen los imperios: por la fuerza, explícita o implícita (agresión o
extorsión).
Eso
es, exactamente, lo que nos ha pasado. El capitalismo salvaje ha tenido que
imponérsenos a la fuerza porque choca contra nuestro concepto occidental de
ciudadanía (un concepto que viene de la Antigua Roma, un concepto –para horror
de Merkel y de los Chicago boys– mediterráneo y católico, en el sentido
etimológico de la palabra católico: o sea, universal). El modo de vida de la
Europa mediterránea no es competitivo.
No
es la primera vez que lo escribo. En aras de la productividad, la rentabilidad
y la competitividad, asistimos al desmantelamiento de nuestro sistema de
afectos, apego y arraigo familiar. El aislamiento social está en alza. Se
exalta la vida urbana como sinónimo de libertad, individualismo y anonimato (y
no como lo que debería ser: colectividad, proximidad, cooperación y vecindad).
Se manipula nuestra conducta y nuestra voluntad mediante la potenciación de
comportamientos narcisistas, el bombardeo aspiracional de la publicidad y la
economía de la frustración.
Tu
poco tiempo de ocio ha sido convertido en tiempo de consumo (de hecho se persiguen
y castigan las iniciativas de ocio no consumista). El sistema de
entretenimiento está diseñado para el control de tu conducta y orientarla a los
objetivos anteriores (la diversión sólo se entiende en el sentido de
distracción o evasión).
El
poco dinero del que dispones lo inviertes en comprarte artefactos (fabricados
por esclavos) que te permitirán trabajar más flexiblemente y distraerte mejor.
Te crees libre, porque puedes elegir qué comprar (aunque no puedas elegir no
comprar) y piensas que nada te ata. El círculo se cierra. Enhorabuena. Eres el
trabajador ideal.