Sostienen
los más ilustres historiadores que los reyes Católicos, Isabel y Fernando, son
los fundadores de la nación española. Algo que se consumó en el preciso
instante en el que las tropas cristianas toman Granada el 2 de enero de 1492
culminando de este modo la llamada “reconquista”. En el preciso momento en que
el emir Boabdil entregó las llaves de la
ciudad al conde de Tendilla, Iñigo López de Mendoza se inicia uno de los
periodos más tétricos que jamás haya vivido la humanidad.
Meses
después en el campamento de Santa Fe el día 17 de abril de 1492 se firmaron las
Capitulaciones entre los Reyes Católicos y el aventurero Cristóbal Colón en las
que se estipulaba cuáles iban a ser las normas por las que se tenía que regir
este “contrato mercantil”. Colón se
llevaría el 10% del botín además de ser nombrado Virrey, Almirante de la mar
océana y gobernador general de las denominadas posteriormente como las
“Indias”. Además sus descendientes heredarían sus bienes, sus títulos y
tierras descubiertas. Ambiciones desmedidas y delirios de grandeza más propias
de un lunático o de un iluminado.
Podríamos
decir que el descubrimiento del Nuevo Mundo fue un artero acto de piratería muy
bien planificado al que incluso el Papa de Roma Alejandro VI con su bula Inter
Caetera le brindó su bendición urbi et orbi. La autoridad de Dios
omnipotente y omnipresente otorgó el dominio exclusivo y perpetuo de los
territorios donde se clavó el pendón castellano con la condición que los
evangelizaran.
De
este modo se justificó la rapiña, el expolio y las masacres cometidas contra
los “gentiles” en un afán por imponer la autoridad de los nuevos amos y
señores. Este decreto papal puede
considerarse el detonante de la crueldad que caracterizó a todos los imperios
coloniales que surgieron posteriormente. Es el génesis de la globalización
que en el siglo XXI se manifiesta como la máxima expresión del imperialismo
político y económico.
En
ese entonces y tras finiquitar la guerra contra los musulmanes España iniciaba
la aventura Imperial que la llevaría a expandirse por los cinco continentes.
Las ansias de conquista material y espiritual marcarán los siguientes siglos
plagados de gestas épicas y epopeyas en el nombre de Dios y su majestad el rey.
Era necesario engrandecer la gloria de España para hacer frente a sus directos
competidores Inglaterra, Francia y
Portugal que pretendían hacerle sombra.
Se
inicia así una desquiciada carrera por conquistar tierras, naciones, riquezas,
súbditos, siervos y esclavos. Como bien queda descrito en el tratado de Tordesillas donde España y
Portugal -representados por Isabel y Fernando y el rey Juan II- se repartieron
las zonas de navegación y conquista del océano Atlántico y el Nuevo Mundo. Se
despojó sin ningún remordimiento de sus tierras a los nativos que fueron
considerados por derecho real como menores de edad y, por lo tanto, sujetos a
la tutela de los españoles en las mitas, resguardos o encomiendas.
Pero
no se nos puede olvidar que uno de los motivos prioritarios de esta magna
empresa del descubrimiento fue la evangelización de los herejes blasfemos. Es
decir, la redención de las razas inferiores, indígenas sin alma, salvajes
antropófagos que había que domar y domesticar por la gracia de Dios.
¿Civilización o barbarie? Este es el dilema que se planteaba y con la espada y
la cruz supieron dar una respuesta contundente a tamaño desafío. Dios le brindó
este inmenso privilegio a la estirpe española porque Dios se consideraba
español.
Para
sublimar la identidad hispana se precisaba imperiosamente construir una
narrativa en la que intervinieran los más preclaros exponentes de las letras,
las artes, la pintura, la escultura o la música. Inventar mitos y leyendas, forjar
los superhéroes de una raza invicta y por siempre victoriosa. Al fin y al cabo
ellos fueron los que llevaron la luz al Nuevo Mundo apartando las tinieblas del
averno. Todo es válido con tal de santificar a villanos y bellacos para
transformarlos en insignes paladines.
Las
Indias era el mejor reclamo para despertar las ambiciones de los buscadores de
fortuna, de los aventureros que ansiaban someter reinos ignotos, adueñarse de
incalculables riquezas del Dorado, Cipango y Catay, ciudades de oro y ríos de
esmeralda, obsesionados por obtener títulos nobiliarios, fama, poseer tierras,
saquear, esclavizar indígenas o africanos, mano de obra obligada a levantar los
delirios imperiales para gloria del padre eterno y nuestro señor Jesucristo.
El
imperio Español con arrogancia se creía el ombligo del mundo y el centro del
universo. La lengua española y la religión católica se impusieron a la fuerza
como vehículo vertebrador de los territorios conquistados en los que regía el
pensamiento único e indivisible. Por riguroso mandato del monarca cualquier disidencia o rebelión se reprimía
sanguinariamente y sin contemplaciones. Al verdugo no le temblaba la mano a la
hora de cortar cabezas en el cadalso. En los casos más extremos se aplicó el exterminio
para que reinara la paz y el orden.
Tal
es el culto que se le rinde al supuesto descubridor de América Cristóbal Colón
que son cientos y cientos los monumentos que existen en su honor a lo largo y
ancho del mundo. Entre los altares y santuarios más soberbios hay que destacar
el erigido en Barcelona con motivo del IV
centenario del descubrimiento de América en 1892.
Se trata de un conjunto escultórico de proporciones ciclópeas cuyo autor es el arquitecto catalán Gaieta Buigas y Monrava. Una muestra irrefutable de que el egocentrismo y la megalomanía españolista no tienen límites. Al Almirante de la mar océana Cristóbal Colón, señor de los holocaustos, príncipe de los genocidios, se le ubica en lo alto de una columna o falo al estilo corintio de 57 metros de altura que reposa sobre un pedestal poligonal que lo custodian 8 leones de hierro en actitud vigilante. En las paredes de la base existen 8 bajorrelieves con los escudos de los reinos de España y otros 8 bajorrelieves en los que se narra la vida del almirante Cristóbal Colón – leyendas sacrosantas que están escritas a golpe de martillo y de cincel en el inconsciente colectivo hispano.
En
esta vil escenografía los protagonistas son los distintos personajes que
intervinieron en la gesta del descubrimiento de América a los que cuatro
ángeles ciñen sobre sus sienes con coronas de laurel. En un segundo plano se
representan a los indígenas como si se trataran de unos animales asustadizos y
timoratos; ¿seres irracionales? desnudos o semidesnudos que se acogen sumisos
al manto protector de su majestad el rey y de Dios nuestro señor. ¿Se puede tolerar mayor ignominia y
mayor humillación? De rodillas un
indígena emplumado besa la cruz salvadora que le ofrece un fraile doctrinero
como símbolo de la conversión.
En
otra escena un conquistador posa su mano
en la cabeza de un indígena en señal de sometimiento o de obediencia eterna a
sus amos. Han sido redimidos por la
gracia benefactora del imperio español y es necesario que la humanidad entera
reconozca tan inigualable privilegio.
Este
esplendoroso monumento de bronce, hierro y piedra caliza -con un peso de 205
toneladas- fue inaugurado el 1 de junio de 1888 por la reina regente María
Cristina. Un monumento al odio, al racismo extremo, a la esclavitud y la
tortura que veneran e idolatran sus más connotados devotos. Hace 525 años
Isabel la Católica y Cristóbal Colón en su lecho nupcial incubaron el maligno
virus del imperialismo que desde entonces
ha sembrado la muerte y la destrucción sobre la faz de la tierra.
Quizás
el episodio más revelador de la historia de América ocurrió en el año 1563, en
Chile.
El
fortín de Arauco estaba sitiado por los indios, sin agua ni comida, pero el
capitán Lorenzo Bernal se negó a rendirse. Desde la empalizada, gritó:
—¡Nosotros
seremos cada vez más!
—¿Con
qué mujeres? -preguntó el jefe indio.
—Con
las vuestras. Nosotros les haremos hijos que serán vuestros amos.
Los
invasores llamaron caníbales a los antiguos americanos, pero más caníbal era el
Cerro Rico de Potosí, cuyas bocas comían carne de indios para alimentar el
desarrollo capitalista de Europa. Y los llamaron idólatras, porque creían que
la naturaleza es sagrada y que somos hermanos de todo lo que tiene piernas,
patas, alas o raíces.
Y
los llamaron salvajes. En eso, al menos, no se equivocaron. Tan brutos eran los
indios que ignoraban que debían exigir visa, certificado de buena conducta y
permiso de trabajo a Colón, Cabral, Cortés, Alvarado, Pizarro y los peregrinos
del Mayflower"