domingo, 15 de octubre de 2017

12 DE OCTUBRE, UNA “INOLVIDABLE EPOPEYA”


Sostienen los más ilustres historiadores que los reyes Católicos, Isabel y Fernando, son los fundadores de la nación española. Algo que se consumó en el preciso instante en el que las tropas cristianas toman Granada el 2 de enero de 1492 culminando de este modo la llamada “reconquista”. En el preciso momento en que el emir Boabdil  entregó las llaves de la ciudad al conde de Tendilla, Iñigo López de Mendoza se inicia uno de los periodos más tétricos que jamás haya vivido la humanidad.
Meses después en el campamento de Santa Fe el día 17 de abril de 1492 se firmaron las Capitulaciones entre los Reyes Católicos y el aventurero Cristóbal Colón en las que se estipulaba cuáles iban a ser las normas por las que se tenía que regir este “contrato mercantil”. Colón se llevaría el 10% del botín además de ser nombrado Virrey, Almirante de la mar océana y gobernador general de las denominadas posteriormente como las “Indias”. Además sus descendientes heredarían sus bienes, sus títulos y tierras descubiertas. Ambiciones desmedidas y delirios de grandeza más propias de un lunático o de un iluminado.
Podríamos decir que el descubrimiento del Nuevo Mundo fue un artero acto de piratería muy bien planificado al que incluso el Papa de Roma Alejandro VI con su bula Inter Caetera le brindó su bendición urbi et orbi. La autoridad de Dios omnipotente y omnipresente otorgó el dominio exclusivo y perpetuo de los territorios donde se clavó el pendón castellano con la condición que los evangelizaran.
De este modo se justificó la rapiña, el expolio y las masacres cometidas contra los “gentiles” en un afán por imponer la autoridad de los nuevos amos y señores. Este decreto papal puede considerarse el detonante de la crueldad que caracterizó a todos los imperios coloniales que surgieron posteriormente. Es el génesis de la globalización que en el siglo XXI se manifiesta como la máxima expresión del imperialismo político y económico.
En ese entonces y tras finiquitar la guerra contra los musulmanes España iniciaba la aventura Imperial que la llevaría a expandirse por los cinco continentes. Las ansias de conquista material y espiritual marcarán los siguientes siglos plagados de gestas épicas y epopeyas en el nombre de Dios y su majestad el rey. Era necesario engrandecer la gloria de España para hacer frente a sus directos competidores  Inglaterra, Francia y Portugal que pretendían hacerle sombra.
Se inicia así una desquiciada carrera por conquistar tierras, naciones, riquezas, súbditos, siervos y esclavos. Como bien queda descrito en el tratado de Tordesillas donde España y Portugal -representados por Isabel y Fernando y el rey Juan II- se repartieron las zonas de navegación y conquista del océano Atlántico y el Nuevo Mundo. Se despojó sin ningún remordimiento de sus tierras a los nativos que fueron considerados por derecho real como menores de edad y, por lo tanto, sujetos a la tutela de los españoles en las mitas, resguardos o encomiendas.
Pero no se nos puede olvidar que uno de los motivos prioritarios de esta magna empresa del descubrimiento fue la evangelización de los herejes blasfemos. Es decir, la redención de las razas inferiores, indígenas sin alma, salvajes antropófagos que había que domar y domesticar por la gracia de Dios. ¿Civilización o barbarie? Este es el dilema que se planteaba y con la espada y la cruz supieron dar una respuesta contundente a tamaño desafío. Dios le brindó este inmenso privilegio a la estirpe española porque Dios se consideraba español.
Para sublimar la identidad hispana se precisaba imperiosamente construir una narrativa en la que intervinieran los más preclaros exponentes de las letras, las artes, la pintura, la escultura o la música. Inventar mitos y leyendas, forjar los superhéroes de una raza invicta y por siempre victoriosa. Al fin y al cabo ellos fueron los que llevaron la luz al Nuevo Mundo apartando las tinieblas del averno. Todo es válido con tal de santificar a villanos y bellacos para transformarlos en insignes paladines.
Las Indias era el mejor reclamo para despertar las ambiciones de los buscadores de fortuna, de los aventureros que ansiaban someter reinos ignotos, adueñarse de incalculables riquezas del Dorado, Cipango y Catay, ciudades de oro y ríos de esmeralda, obsesionados por obtener títulos nobiliarios, fama, poseer tierras, saquear, esclavizar indígenas o africanos, mano de obra obligada a levantar los delirios imperiales para gloria del padre eterno y nuestro señor Jesucristo.
El imperio Español con arrogancia se creía el ombligo del mundo y el centro del universo. La lengua española y la religión católica se impusieron a la fuerza como vehículo vertebrador de los territorios conquistados en los que regía el pensamiento único e indivisible. Por riguroso mandato del monarca  cualquier disidencia o rebelión se reprimía sanguinariamente y sin contemplaciones. Al verdugo no le temblaba la mano a la hora de cortar cabezas en el cadalso. En los casos más extremos se aplicó el exterminio para  que reinara la paz y el orden.
Tal es el culto que se le rinde al supuesto descubridor de América Cristóbal Colón que son cientos y cientos los monumentos que existen en su honor a lo largo y ancho del mundo. Entre los altares y santuarios más soberbios hay que destacar el erigido en Barcelona con motivo del IV centenario del descubrimiento de América en 1892. 
        
Se trata de un conjunto escultórico de proporciones ciclópeas cuyo autor es el arquitecto catalán Gaieta Buigas y Monrava. Una muestra irrefutable de que el egocentrismo y la megalomanía españolista no tienen límites. Al Almirante de la mar océana Cristóbal Colón, señor de los holocaustos, príncipe de los genocidios, se le ubica en lo alto de una columna o falo al estilo corintio de 57 metros de altura que reposa sobre un pedestal poligonal que lo custodian 8 leones de hierro en actitud vigilante. En las paredes de la base existen 8 bajorrelieves con los escudos de los reinos de España y otros 8 bajorrelieves en los que se narra la vida del almirante Cristóbal Colón – leyendas sacrosantas que están escritas a golpe de martillo y de cincel en el inconsciente colectivo hispano.
En esta vil escenografía los protagonistas son los distintos personajes que intervinieron en la gesta del descubrimiento de América a los que cuatro ángeles ciñen sobre sus sienes con coronas de laurel. En un segundo plano se representan a los indígenas como si se trataran de unos animales asustadizos y timoratos; ¿seres irracionales? desnudos o semidesnudos que se acogen sumisos al manto protector de su majestad el rey y de Dios nuestro señor.  ¿Se puede tolerar mayor ignominia y mayor  humillación? De rodillas un indígena emplumado besa la cruz salvadora que le ofrece un fraile doctrinero como símbolo de la conversión.
En otra  escena un conquistador posa su mano en la cabeza de un indígena en señal de sometimiento o de obediencia eterna a sus amos. Han sido redimidos por la gracia benefactora del imperio español y es necesario que la humanidad entera reconozca tan inigualable privilegio.
Este esplendoroso monumento de bronce, hierro y piedra caliza -con un peso de 205 toneladas- fue inaugurado el 1 de junio de 1888 por la reina regente María Cristina. Un monumento al odio, al racismo extremo, a la esclavitud y la tortura que veneran e idolatran sus más connotados devotos. Hace 525 años Isabel la Católica y Cristóbal Colón en su lecho nupcial incubaron el maligno virus del imperialismo que desde entonces  ha sembrado la muerte y la destrucción sobre la faz de la tierra.
Quizás el episodio más revelador de la historia de América ocurrió en el año 1563, en Chile.
El fortín de Arauco estaba sitiado por los indios, sin agua ni comida, pero el capitán Lorenzo Bernal se negó a rendirse. Desde la empalizada, gritó:
—¡Nosotros seremos cada vez más!
—¿Con qué mujeres? -preguntó el jefe indio.
—Con las vuestras. Nosotros les haremos hijos que serán vuestros amos.
Los invasores llamaron caníbales a los antiguos americanos, pero más caníbal era el Cerro Rico de Potosí, cuyas bocas comían carne de indios para alimentar el desarrollo capitalista de Europa. Y los llamaron idólatras, porque creían que la naturaleza es sagrada y que somos hermanos de todo lo que tiene piernas, patas, alas o raíces.
Y los llamaron salvajes. En eso, al menos, no se equivocaron. Tan brutos eran los indios que ignoraban que debían exigir visa, certificado de buena conducta y permiso de trabajo a Colón, Cabral, Cortés, Alvarado, Pizarro y los peregrinos del Mayflower"