viernes, 22 de mayo de 2015

¡VÓTAME GILIPOLLAS!

No diga política, diga espectáculo. El espectáculo, diría Debord, no es un conjunto de imágenes, sino una relación social entre personas mediatizada por imágenes. No importa tanto lo que de verdad sean las cosas, como la representación de dichas cosas que uno es capaz de percibir a través de todo el circo mediático que acompaña a los actores políticos en batalla electoral. Un minuto de televisión, que diría Monedero, se torna más importante que un buen programa electoral, una buena organización de base o un buen debate, sosegado y razonado, sobre aquello del “qué hacer”.

Los mensajes electorales no se dan en tiempo real y no se expresan en un lenguaje racional, se emiten siempre, como ficcionalización de la realidad, en diferido, y lo hacen desde  lo emocional para lo emocional, en el lenguaje de los sueños, de los mitos o de los símbolos sociales. No se reciben, se interpretan. No te hablan de lo que eres, sino de lo que crees ser, o, peor todavía, de lo quisieras ser según lo que se desprenda de lo socialmente establecido como hegemónico. Todo el año es campaña electoral, toda intervención es un acto de campaña.

Todos los partidos que se disputan la representación del electorado con alguna opción real de llegar a ejercer dicha representación en alguna institución pública comprenden, en mayor o menor grado, esta lógica. Una lógica que lleva implícita una sustitución de lo ausente por lo presente, donde el ausente es siempre el representado.

El voto otorga a una misma vez poderes de representación y estatus sagrado de representante. El electorado no se ve representado en programas, ideas o personas, sino en ausencia de participación. Su forma de estar en política institucional es no estando. El ordenamiento legal así lo hace posible. No hay mecanismos reales que garanticen la asunción de responsabilidades por parte del representante y nada puede garantizar al representado que su voluntad representativa, aquella que delegó mediante su voto al representante, será respetada. Sobran los programas.

Una promesa electoral no es un contrato, es un anuncio. Con ella no se presenta un programa de gobierno, se vende una imagen, una marca, un líder, un representante. Se trata de hacerse atractivo ante el electorado para que, con su voto, te permitan ocupar en primera persona su ausencia, sin más compromiso a respetar que el que tienes con tu propia imagen como representante, para que esta pueda resultar de nuevo atractiva en el próximo proceso electoral y permitir que el votante te renueve su confianza en tu capacidad de representar su ausencia seductoramente. Solo de tu ética personal depende, mientras tanto, que seas más o menos fiel al mensaje-anuncio por el que te votaron.

         Eso sí, los anuncios-mensajes con los que un candidato o candidata, o un partido, se dirigen al pueblo en busca de su apoyo electoral pueden ser más o menos racionales, más o menos sinceros, más o menos ajustados a la realidad.

Los hay que pretenden ganarse la confianza del electorado en base a una conexión emocional con sus demandas y problemáticas más propiamente reales, y los hay que simplemente pretenden conectar con lo que habita en su imaginario socio-político, el subjetivo-identitario y el colectivo. Los hay que pretenden basarse en las cosas que de verdad pasan y los hay quienes pretenden basarse en ilusiones creadas con apariencia de verosimilitud. Los hay quienes hablan desde la realidad misma y los hay quienes, al hablar, son capaces de construir realidad ficticia con apariencia de realidad-real. Los hay quienes para hablar se apoyan en hechos reales racionalizados y razonados y los hay quienes simplemente se basan en una apelación constante a razones simuladas capaces de conectar con los deseos idealizados de la masa social. Los hay sinceros y los hay mentirosos, en resumen.

Llegamos así a una campaña electoral en la que candidatas sin programa, como es el caso de Aguirre o Cospedal, pueden ganar las elecciones, o en el que secretarios generales de un partido que aspira a gobernar en miles de pueblos, ciudades y CCAA, basan su campaña en la invención de historias sobre supuestos comentarios recibidos por parte de una ficticia mujer que les habla directamente con el corazón en la mano de sus problemas y necesidad de soluciones, mientras que a quienes los medios exigen conocer su programa o califican de “vendedores de humo” es a otros.

Una campaña en la que se puede ir primero en las encuestas apelando simplemente al “vótame” y nada más. Una campaña, en definitiva, en la que se puede tratar al votante como auténtico gilipollas y no pasa absolutamente nada.

Cospedal y Esperanza Aguirre se presentan a las elecciones sin programa electoral. Cospedal lo presentará el último día de campaña, Aguirre lo ha despachado con un folio. Siempre habíamos sospechado que su estrategia electoral se basa en tomar a sus potenciales votantes por gilipollas, pero esto ya es demasiado evidente.

En ambos casos les basta con que el potencial votante crea que son alternativa a ese “otro” algo que los medios han presentado como el diablo. Apelar a ETA o a Venezuela es suficiente para hacer campaña. Mentir, engañar, manipular, hace todo lo demás. Es la lógica del espectáculo llevada a su máxima expresión político-electoral: aquella que no solo omite al representado y otorga toda presencia en la vida política institucional al representante, sino que lo hace, además, desde el absoluto convencimiento de que el representado es gilipollas: sin presencia y sin capacidad de razonamiento. Su campaña electoral se basa, pues, en un único mensaje central: ¡vótame gilipollas!


        Aunque lo verdaderamente  significativo es que, pese a ello, llega el día de votar… y millones se sienten identificados con esa apelación; millones obedecen a esa orden.

martes, 19 de mayo de 2015

INDIGNIDAD Y VERGÜENZA DEMOCRÁTICA

En estas últimas fechas han tenido lugar diversas efemérides que nos recuerdan la importancia y el valor que debe tener la memoria democrática en la sociedad actual. Así, el 5 de mayo se recordaba el 70° aniversario de la liberación del campo de concentración nazi de Mauthausen por el que pasaron y murieron varios miles de compatriotas nuestros y, el día 8 se conmemoraban los 70 años del final de la II Guerra Mundial en Europa con la derrota de la Alemania hitleriana.

Ante estos hechos, se han celebrado actos de memoria y homenajes, todos ellos llenos de profunda emoción por el recuerdo de lo que aquellos hechos históricos significan. Previamente, el pasado mes de marzo, el Gobierno de Francia había decidido otorgar la Legión de Honor, la más alta distinción del Estado, a los republicanos españoles supervivientes de los campos de concentración nazis.

Era todo un ejemplo de cómo las instituciones deben impulsar políticas públicas de memoria democrática y, por ello, Francia, ha vuelto a dar una lección de dignidad y de justicia reparadora al conceder dicho reconocimiento a los cada vez más escasos testigos de aquel drama histórico fruto del delirio criminal nazi el cual, no lo olvidemos, contó con el entusiasta apoyo de la dictadura franquista.

Lo sucedido en Francia debería sonrojar a los dirigentes políticos españoles del PSOE y del PP, pues ambos partidos han tenido responsabilidades de Gobierno y jamás han tratado con dignidad y justicia el tema del exilio y la deportación de los republicanos españoles.

Y, en vez de sonrojo, o tal vez por ello, han optado por el oportunismo político, máxime en el actual período electoral en el que nos encontramos. De este modo, asistimos a hechos tan curiosos como criticables: el PSOE, que nada hizo durante los decisivos años del Gobierno de Felipe González (1982-1996) por la reparación de la memoria de la deportación republicana, que olvidó a las víctimas y que por ello tiene una innegable responsabilidad política y moral, el PSOE que, pese a la escasamente efectiva Ley de la Memoria Histórica de 2007 del Gobierno Zapatero y hoy derogada en la práctica por el Gobierno de Rajoy, el PSOE que no tuvo el coraje político de impulsar una Comisión de la Verdad sobre los crímenes franquistas como demandaba Baltasar Garzón, al amparo de lo sucedido en Francia, ha intentado sacar un rédito político de estos hechos.

De este modo, el 28 de abril propuso en la Comisión Constitucional del Congreso la concesión de una condecoración oficial a los republicanos españoles deportados a los campos de concentración del III Reich, algo que nunca hizo cuando estuvo en el Gobierno.

Hasta el PP, tan desmemoriado siempre en esta materia, ha tenido un “gesto” para con los deportados republicanos al asistir el ministro de Asuntos Exteriores, José Manuel García Margallo, a los actos que tuvieron lugar en Mauthausen el pasado 10 de mayo: era la primera vez que un dirigente del PP se dignaba a honrar, siquiera verbalmente, a los republicanos deportados que, excepto la visita de Zapatero en 2005, nunca contaron con apoyo institucional en las ceremonias que tenían lugar en el que fue llamado “el campo de los españoles”.

Pero todos estos gestos oportunistas no eran sino un espejismo y pronto las aguas de la memoria democrática volvieron a ser “encauzadas” por los dos partidos mayoritarios. Así ocurrió el pasado 13 de mayo cuando el Congreso de los Diputados rechazó, con los votos de PP, PSOE y UPyD, la moción de Joan Tardà (ERC), el más activo diputado en materia de recuperación de la memoria democrática, para que Felipe VI pidiera perdón en nombre de España por los 7. 532 republicanos que sufrieron la barbarie de los campos de concentración nazis, una petición de perdón que, por cierto, ya hicieron otras democracias europeas asumiendo, de este modo, su responsabilidad en aquellos trágicos episodios de la II Guerra Mundial.

Ahí está, a modo de ejemplo, la emotiva petición de perdón que, en febrero de 2000, realizó Johannes Rau, el Presidente de Alemania, ante el Knesset, el Parlamento de Israel, por el holocausto judío: la democracia alemana pedía perdón por los crímenes cometidos por la Alemania nazi. ¿No debería hacer lo mismo el rey de España por la innegable connivencia de las dictaduras franquista y hitleriana por los crímenes contra la humanidad cometidos tanto durante nuestra guerra civil como en la posterior contienda mundial?.

Como señalaba Carlos Hernández, autor del libro Los últimos españoles de Mauthausen, “España debe asumir, de una vez por todas, su pasado y reconocer, sencillamente, su culpabilidad, junto con la Alemania nazi o la Francia petainista, en la deportación a los campos de concentración de nuestros compatriotas republicanos”.

Esta negativa a pedir perdón va unida al rechazo del PP y del PSOE al reconocimiento jurídico de las víctimas de los campos de concentración nazis, con lo cual España sigue siendo, como denuncia dicho autor una “anomalía democrática en Europa en materia de políticas públicas de la memoria”.

El hispanista francés Jean Ortiz, hijo del exilio republicano, es aún más demoledor al señalar, con tanto acierto como amargura que, en esta materia, España se ha comportado como un “delincuente internacional” pues ha incumplido sistemáticamente la legislación penal internacional con arreglo a los crímenes contra la humanidad cometidos por el franquismo. Y, si alguna duda quedaba, ahí está el permanente obstruccionismo a la orden internacional de detención cursada por la Justicia de Argentina contra 20 altos cargos y policías de la dictadura franquista.


Así las cosas, al margen de actos puntuales sin trascendencia política o jurídica, al margen de los gestos, queda el reto de que la sociedad civil y los partidos que asuman un compromiso firme en defensa de la memoria democrática, pongan fin a esta injusticia histórica y se logre la plena rehabilitación política y jurídica de las víctimas de los crímenes franquistas y del nazismo.