No
diga política, diga espectáculo. El espectáculo, diría Debord, no es un
conjunto de imágenes, sino una relación social entre personas mediatizada por
imágenes. No importa tanto lo que de verdad sean las cosas, como la
representación de dichas cosas que uno es capaz de percibir a través de todo el
circo mediático que acompaña a los actores políticos en batalla electoral. Un
minuto de televisión, que diría Monedero, se torna más importante que un buen
programa electoral, una buena organización de base o un buen debate, sosegado y
razonado, sobre aquello del “qué hacer”.
Los
mensajes electorales no se dan en tiempo real y no se expresan en un lenguaje
racional, se emiten siempre, como ficcionalización de la realidad, en diferido,
y lo hacen desde lo emocional para lo
emocional, en el lenguaje de los sueños, de los mitos o de los símbolos
sociales. No se reciben, se interpretan. No te hablan de lo que eres, sino de
lo que crees ser, o, peor todavía, de lo quisieras ser según lo que se
desprenda de lo socialmente establecido como hegemónico. Todo el año es campaña
electoral, toda intervención es un acto de campaña.
Todos
los partidos que se disputan la representación del electorado con alguna opción
real de llegar a ejercer dicha representación en alguna institución pública
comprenden, en mayor o menor grado, esta lógica. Una lógica que lleva implícita
una sustitución de lo ausente por lo presente, donde el ausente es siempre el representado.
El
voto otorga a una misma vez poderes de representación y estatus sagrado de
representante. El electorado no se ve representado en programas, ideas o
personas, sino en ausencia de participación. Su forma de estar en política
institucional es no estando. El ordenamiento legal así lo hace posible. No hay
mecanismos reales que garanticen la asunción de responsabilidades por parte del
representante y nada puede garantizar al representado que su voluntad
representativa, aquella que delegó mediante su voto al representante, será
respetada. Sobran los programas.
Una
promesa electoral no es un contrato, es un anuncio. Con ella no se presenta un
programa de gobierno, se vende una imagen, una marca, un líder, un
representante. Se trata de hacerse atractivo ante el electorado para que, con
su voto, te permitan ocupar en primera persona su ausencia, sin más compromiso
a respetar que el que tienes con tu propia imagen como representante, para que
esta pueda resultar de nuevo atractiva en el próximo proceso electoral y
permitir que el votante te renueve su confianza en tu capacidad de representar
su ausencia seductoramente. Solo de tu ética personal depende, mientras tanto,
que seas más o menos fiel al mensaje-anuncio por el que te votaron.
Eso sí, los anuncios-mensajes
con los que un candidato o candidata, o un partido, se dirigen al pueblo en
busca de su apoyo electoral pueden ser más o menos racionales, más o menos
sinceros, más o menos ajustados a la realidad.
Los
hay que pretenden ganarse la confianza del electorado en base a una conexión
emocional con sus demandas y problemáticas más propiamente reales, y los hay
que simplemente pretenden conectar con lo que habita en su imaginario
socio-político, el subjetivo-identitario y el colectivo. Los hay que pretenden
basarse en las cosas que de verdad pasan y los hay quienes pretenden basarse en
ilusiones creadas con apariencia de verosimilitud. Los hay quienes hablan desde
la realidad misma y los hay quienes, al hablar, son capaces de construir
realidad ficticia con apariencia de realidad-real. Los hay quienes para hablar
se apoyan en hechos reales racionalizados y razonados y los hay quienes
simplemente se basan en una apelación constante a razones simuladas capaces de
conectar con los deseos idealizados de la masa social. Los hay sinceros y los
hay mentirosos, en resumen.
Llegamos
así a una campaña electoral en la que candidatas sin programa, como es el caso
de Aguirre o Cospedal, pueden ganar las elecciones, o en el que secretarios
generales de un partido que aspira a gobernar en miles de pueblos, ciudades y
CCAA, basan su campaña en la invención de historias sobre supuestos comentarios
recibidos por parte de una ficticia mujer que les habla directamente con el
corazón en la mano de sus problemas y necesidad de soluciones, mientras que a
quienes los medios exigen conocer su programa o califican de “vendedores de
humo” es a otros.
Una
campaña en la que se puede ir primero en las encuestas apelando simplemente al
“vótame” y nada más. Una campaña, en definitiva, en la que se puede tratar al
votante como auténtico gilipollas y no pasa absolutamente nada.
Cospedal
y Esperanza Aguirre se presentan a las elecciones sin programa electoral.
Cospedal lo presentará el último día de campaña, Aguirre lo ha despachado con
un folio. Siempre habíamos sospechado que su estrategia electoral se basa en
tomar a sus potenciales votantes por gilipollas, pero esto ya es demasiado
evidente.
En
ambos casos les basta con que el potencial votante crea que son alternativa a
ese “otro” algo que los medios han presentado como el diablo. Apelar a ETA o a
Venezuela es suficiente para hacer campaña. Mentir, engañar, manipular, hace
todo lo demás. Es la lógica del espectáculo llevada a su máxima expresión
político-electoral: aquella que no solo omite al representado y otorga toda
presencia en la vida política institucional al representante, sino que lo hace,
además, desde el absoluto convencimiento de que el representado es gilipollas:
sin presencia y sin capacidad de razonamiento. Su campaña electoral se basa,
pues, en un único mensaje central: ¡vótame gilipollas!
Aunque lo
verdaderamente significativo es que,
pese a ello, llega el día de votar… y millones se sienten identificados con esa
apelación; millones obedecen a esa orden.