Hace
unos días, en un grupo de whasapp en el que participo, se suscitó una cierta
polémica a propósito del derecho de una mujer musulmana a concurrir a una
piscina comunitaria con un atuendo no previsto normativamente, y posiblemente
contrario a los estatutos.
Este
debate me llevó a reflexionar profundamente sobre la tolerancia como elemento imprescindible
para la tan necesaria convivencia pacífica.
Podríamos
definir la tolerancia como la aceptación de la diversidad de opinión, social,
étnica, cultural y religiosa. Es la capacidad de saber escuchar y aceptar a los
demás, valorando las distintas formas de entender y posicionarse en la vida,
siempre que no atenten contra los derechos fundamentales de la persona...
La
tolerancia si es entendida como respeto y consideración hacia la diferencia,
como una disposición a admitir en los demás una manera de ser y de obrar
distinta a la propia, o como una actitud de aceptación del legítimo pluralismo,
es a todas luces una virtud de enorme importancia.
El
mundo sueña con la tolerancia desde que es mundo, quizá porque se trata de una
conquista que brilla a la vez por su presencia y por su ausencia. Se ha dicho
que la tolerancia es fácil de aplaudir, difícil de practicar, y muy difícil de
explicar.
Hay
una tolerancia propia del que exige sus derechos: La oposición de Gandhi al
gobierno británico de la India no es visceral sino tolerante, fruto de una necesaria
prudencia. En sus discursos repetirá incansablemente que, “dado que el mal sólo
se mantiene por la violencia, es necesario abstenerse de toda violencia”. Y
que, “si respondemos con violencia, nuestros futuros líderes se habrán formado
en una escuela de terrorismo”. ¿Les suena esto en la actualidad mundial?.
Además, “si respondemos ojo por ojo, lo único que conseguiremos será un país de
ciegos”.
¿Cuándo
se debe tolerar algo? La respuesta genérica es: siempre que, de no hacerlo, se
estime que ha de ser peor el remedio que la enfermedad. Se debe permitir un mal
cuando se piense que impedirlo provocará un mal mayor o impedirá un bien
superior.
Ahí
entra en juego nuestro discernimiento. Defender una doctrina, una costumbre, un
dogma, implica casi siempre no tolerar su incumplimiento. Con este concepto
entendemos claramente que la verdad siempre surge desde la individualidad y que
las verdades generalistas solo nos llevan a un camino de confusión.
De
todas formas, hay dos evidencias claras: que hay que ejercer la tolerancia, y
que no todo puede tolerarse. Compaginar ambas evidencias es un arduo problema.
Todos
los análisis realizados por filósofos y estudiosos de la materia al respecto a
la tolerancia aprecian la dificultad de precisar su núcleo esencial: los
límites entre lo tolerable y lo intolerable. De nuevo, y como en casi todos
nuestros acontecimientos diarios, debemos beber en la fuente de la sencillez,
ella será la encargada de otorgarnos el discernimiento que nos de la
inspiración para el obrar.
Hemos
empezado hablando de la tolerancia como parte del “respeto a la diversidad”. Se
trata de una actitud de consideración hacia la diferencia, de una disposición a
admitir en los demás una manera de ser y de obrar distinta de la propia, de la
aceptación del pluralismo. Ya no es permitir un mal sino aceptar puntos de
vista diferentes y legítimos, ceder en un conflicto de intereses justos. Y como
los conflictos y las violencias son la actualidad diaria, la tolerancia es un
valor que es muy necesario y urgentemente hay que promover.
Ese
respeto a la diferencia tiene un matiz pasivo y otro activo. La tolerancia
pasiva equivaldría al “vive y deja vivir”, y también a cierta indiferencia. En
cambio, la tolerancia activa viene a significar solidaridad, una actitud positiva
que se llamó desde antiguo benevolencia. Los hombres, dijo Séneca, deben
estimarse como hermanos y conciudadanos, porque “el hombre es cosa sagrada para
el hombre”. Su propia naturaleza pide el respeto mutuo, porque “ella nos ha
constituido parientes al engendrarnos de los mismos elementos y para un mismo
fin”.
Séneca
no se conforma con la indiferencia: “¿No derramar sangre humana? ¡Bien poco es
no hacer daño a quien debemos favorecer!”. Por naturaleza, “las manos han de
estar dispuestas a ayudar”, pues sólo así nos es posible vivir en sociedad: algo
“muy semejante al abovedado, que, debiendo desplomarse si unas piedras no
sostuvieran a otras, se aguantan por este apoyo mutuo”. La benevolencia nos
enseña a no ser altaneros y ásperos, nos enseña que un hombre no debe servirse
abusivamente de otro hombre, y nos invita a ser afables y serviciales en
palabras, hechos y sentimientos.
La
tolerancia es un regalo desde los primeros años de la vida.