Todos
los medios de comunicación se han hecho eco hace un par de semanas de la
publicación por parte de la OCDE de un informe acerca de las pensiones en los
países que la integran. Es curioso que los organismos internacionales tengan
una especial predilección por este asunto, revistiendo siempre sus informes de
los tintes más catastrofistas. Digo que es curioso porque los funcionarios de
todos estos organismos devengan espléndidas pensiones (esas sí que son
generosas), sin que nadie se plantee si son o no sostenibles.
El
informe de la OCDE ha tenido la virtud de abrirse camino entre la espesa masa
informativa que se ocupa del problema catalán y que cortocircuita cualquier
otro asunto. No tuvo la misma suerte la llamada marcha de las pensiones que,
saliendo de cinco puntos diferentes: Galicia, Asturias, Cantabria, Comunidad
Valenciana y Andalucía (los catalanes estaban en otras ocupaciones), recorrió
España y llegó a Madrid el 9 de octubre pasado para reclamar pensiones dignas y
la abolición de la última reforma, que condena a los futuros jubilados a la
pobreza. La marcha convocada por UGT y CCOO pasó casi desapercibida, sin pena
ni gloria.
La
diferencia estriba en que mientras que el informe de la OCDE incide sobre los
tópicos de siempre y pone en duda la sostenibilidad de las pensiones, mensaje
siempre querido por la prensa, los sindicatos clamaban que no hay ninguna
fatalidad que determine que España no pueda mantener un sistema de pensiones
dignas.
Ante
el ruido generado por el informe de la OCDE, pienso que quizás convenga
recordar ciertas verdades y desmantelar de nuevo algunas falacias:
Desde
mediados de los años ochenta los servicios de estudios de las entidades
financieras, fundaciones y demás instituciones interesadas han ido elaborando
múltiples documentos e informes con el fin de demostrar que el sistema público
de pensiones resulta inviable. En todos ellos se anunciaba que el sistema
entraría en quiebra a plazo fijo. El caso es que han ido llegando sucesivamente
las fechas fijadas sin que se produzca la debacle anunciada.
La
argumentación de todos esos informes es casi idéntica. Parten del hecho de que
el incremento de la esperanza de vida y la baja tasa de natalidad configurarán
una pirámide de población en la que la proporción entre trabajadores y
pensionistas se inclinará a favor de estos últimos, en tal medida que hará
insostenible el sistema. Se recurre a la tasa de dependencia citada, por
ejemplo, en el reciente informe de la OCDE.
Esta
forma de argumentar olvida la variable de la productividad. La cuestión no
estriba en cuántos son los que producen, sino en cuánto es lo que se produce.
Cien trabajadores pueden producir lo mismo que mil si su productividad es diez
veces superior, de tal modo que, aun cuando esta proporción del número de
trabajadores por pensionistas se reduzca en el futuro, lo producido por cada
trabajador será mucho mayor. Quizá lo ocurrido con la agricultura pueda servir
de ejemplo. Hace cincuenta años, el 30% de la población activa española
trabajaba en el sector primario; hoy, únicamente lo hace el 4,5%, pero ese 4,5%
produce más que el 30% anterior. En resumen, un número menor de trabajadores
podrá mantener a un número mucho mayor de pensionistas.
En
los últimos cuarenta años, gracias a los incrementos de la productividad, la
renta per cápita en términos constantes casi se ha duplicado y es de esperar
que en el futuro continúe una evolución similar. Mientras que la renta por
habitante de una nación se mantenga constante o se incremente, ningún
colectivo, bien sea de pensionistas, bomberos o empleados de banca, tiene por
qué ver empeorada su situación económica. Si en un periodo de tiempo, un
colectivo (por ejemplo los jubilados) ve cómo sus ingresos crecen menos que la
renta por habitante es porque otras rentas, ya se trate de las salariales, de
capital o empresariales, crecen más. Se produce por tanto una redistribución de
la renta en contra de los pensionistas y a favor de los otros colectivos, que con
toda probabilidad serán el de los dueños del capital o el de los empresarios. Y
tales aseveraciones se cumplen siempre sea cual sea la pirámide de población,
la esperanza de vida o la tasa de natalidad.
La
viabilidad del Sistema Público de Pensiones está condicionada por la tasa de
dependencia solo si su financiación se liga exclusivamente a las cotizaciones
sociales. Pero no tiene, ni debe por qué ser así. En un Estado social, tal como
define el nuestro la vigente Constitución, son todos los recursos del Estado
los que tienen que hacer frente a la totalidad de los gastos de ese Estado,
también a las pensiones. La separación entre Seguridad Social y Estado es
meramente administrativa y contable, pero no económica, y mucho menos política.
Afirmar
que son los trabajadores y los salarios los únicos que han de mantener las
pensiones es un planteamiento incorrecto. No hay ninguna razón para eximir del
gravamen a las rentas de capital y a las empresariales. El artículo 50 de la
Constitución Española afirma: “Los poderes públicos garantizarán, mediante
pensiones adecuadas y periódicamente actualizadas, la suficiencia económica a
los ciudadanos durante la tercera edad”. El Estado ha de concurrir con los
recursos necesarios para asegurar el pago de las pensiones, sea con las
cotizaciones o con cualquier otro impuesto. Y si las cotizaciones no son
suficientes para financiar las prestaciones en una determinada coyuntura, el
desfase ha de ser cubierto por las aportaciones del Estado.
Desde
esta perspectiva, carece de todo sentido el llamado fondo de reserva creado por
el Pacto de Toledo, que estipula que en las épocas en las que la recaudación
por cotizaciones sociales exceda del gasto en pensiones se constituya un fondo
para subvenir a financiar el déficit cuando los términos se inviertan. No es
este fondo -al que vulgarmente se llama “hucha de las pensiones”- lo que puede
ofrecer seguridad a los futuros pensionistas, sino la garantía de que detrás
del derecho a la prestación se encuentra el Estado con todo su poder económico.
En realidad, los incrementos o disminuciones del fondo de reserva son meros
apuntes contables entre administraciones ya que, como es lógico, su importe se
invierte en deuda pública. En este sentido resulta un dislate el comentario que
parece haber hecho Zapatero al hilo de que el actual Gobierno haya consumido el
fondo de reserva. “Si sé esto, no congelo las pensiones en 2011 y tiro del
fondo de reserva”. Debería conocer que pagar las pensiones con cargo al fondo
de reserva en ningún caso impide que se incremente el déficit de las
Administraciones Públicas, que era lo que él parecía querer evitar.
De
igual modo, no tiene sentido que el actual Gobierno pretenda enjugar el déficit
de la Seguridad Social con préstamos en lugar de con transferencias a fondo
perdido. Fue en 1994 cuando se introdujo este antecedente tan negativo, y se
comenzaron a cubrir los desequilibrios entre cotizaciones y prestaciones por
medio de préstamos, en vez de hacerlo con aportaciones estatales sin
contrapartidas; se rompía así la norma anterior de que en los Presupuestos del
Estado aparecían transferencias de recursos del Estado a la Seguridad Social.
El
envejecimiento de la población de ninguna manera provoca la insostenibilidad
del sistema público de pensiones, pero sí obliga a dedicar un mayor porcentaje
del PIB no solo a financiar las pensiones, sino también a pagar el gasto
sanitario y los servicios de atención a los ancianos y los dependientes.
Detracción por una parte perfectamente factible y, por otra, inevitable si no queremos
condenar a la marginalidad y a la miseria a buena parte de la población,
precisamente a los ancianos, una especie de eutanasia colectiva. John Kenneth
Galbraith anunció ya hace bastantes años que cambios como la incorporación de
la mujer al mercado laboral y el aumento en la esperanza de vida exigían una
redistribución de los bienes y servicios que deben ser producidos y, en
consecuencia, consumidos, a favor de los llamados bienes públicos y en contra
de los privados.
Habrá
quien diga que estos bienes y servicios, incluidas las pensiones, los podría
suministrar el mercado. Pero llevar a la práctica tal aseveración significaría
en realidad privar a la mayoría de la población de ellos. Muy pocos ciudadanos
en España podrían permitirse el lujo de costearse todos estos servicios,
incluyendo la sanidad, con sus propios recursos. ¿Cuántos ciudadanos tienen la
capacidad de ahorrar una cuantía suficiente para garantizarse una pensión de
jubilación digna? La única dificultad es ideológica. El neoliberalismo económico
pretende imponer la aversión a lo público y a los impuestos.
En
todos los informes de organismos o instituciones en los que se siembran dudas
acerca de la viabilidad de las pensiones públicas se plantea al mismo tiempo la
necesidad de completarlas con pensiones privadas. Surge la duda acerca de si el
objetivo que se persigue no será potenciar los fondos privados de pensiones. De
hecho, la única alternativa que se propone a las pensiones públicas es que cada
persona de forma individual ahorre para la vejez. Los fondos de pensiones no
son más que una forma de ahorrar y no precisamente de las más ventajosas para
el inversor, aunque muy lucrativas para las entidades financieras depositarias
de las inversiones y que controlan a las gestoras. No es de extrañar que los
fondos estén de capa caída por más medidas que adopte el Gobierno para
incentivarlos.
Supeditar
la solución de la contingencia de vejez a la cantidad de ahorro que cada
individuo haya podido acumular a lo largo de su vida activa es condenar a la
pobreza en su ancianidad a la gran mayoría de la población. Es bien sabido que
el 60% de los ciudadanos carecen de capacidad de ahorro (no llegan a final de
mes) y otro 30%, si ahorra, lo hace en una cuantía a todas luces insuficiente
para garantizar el mínimo vital en la jubilación.
La
OCDE y otros organismos internacionales suelen afirmar que las pensiones en
España son muy generosas. Lo fundamentan en lo que llaman tasa de reposición
(pensión que se recibe como porcentaje del último salario) que, según dicen,
está por encima de la de la mayoría de los países de la Organización. Pero ese
porcentaje es teórico para un trabajador que hubiese cotizado el número mínimo
de años para percibir la pensión máxima (en España, más de 35) y se jubilase a
la edad legal (en nuestro país, 65 años, por ahora). No tiene en cuenta, por
consiguiente, otros muchos factores: la dinámica del mercado de trabajo, la
penalización de la jubilación anticipada, topes máximos, salario mínimo, bases
sobre las que cotizan determinados regímenes, pensiones mínimas, sistema
fiscal, etc., que hacen que la tasa real esté muy alejada de ese máximo y sea
inferior a la de otros países. En 2016 la pensión media de los nuevos
pensionistas ascendió a 1.087 euros al mes, mientras que el salario medio se
situó en 2.226. No llega por tanto ni al 50%. El 72% de los jubilados cobran en
la actualidad menos de 1.100 euros mensuales (el 49% no sobrepasa los 700
euros). El 20% de las pensiones contributivas y la totalidad de las no
contributivas están por debajo del umbral de la pobreza. Como puede apreciarse,
la generosidad es desbordante.
La
ofensiva desatada desde mediados de los años 80 contra el sistema público de
pensiones ha tenido sus frutos y, así, en distintas ocasiones se ha reformado
el sistema y siempre en la misma dirección, la de empeorar las condiciones de
la jubilación. Pero ha sido la reforma de 2013, aprobada por el PP, la que ha
creado un panorama futuro más alarmante: la actualización anual de la
prestación se desvincula del coste de la vida y se la hace depender de una
fórmula alambicada y absurda que condena en el futuro a los pensionistas a ir
perdiendo poder adquisitivo. España se ha convertido en el único país de toda
Europa que desliga la actualización de las pensiones de la evolución de los
precios y los salarios.
La
recaudación fiscal se incrementa de forma automática con la inflación. ¿Por qué
no incrementar, entonces, las prestaciones de los jubilados en la misma
cuantía? La pretensión actual de no actualizar las pensiones con el índice del
coste de la vida constituye un verdadero expolio, equivalente a gravar a los
jubilados con un impuesto adicional progresivo sobre su pensión (progresivo no
en el sentido de progresividad fiscal, sino porque el tipo va a incrementarse
año a año). Suponiendo que la inflación sea del 2% anual, el impuesto será del
2% el primer año, del 4% el segundo, del 6% el tercero, del 10% a los cinco
años, del 20% a los diez años. ¿No es este el gravamen más injusto de los que
están en vigor?