viernes, 19 de enero de 2018

LA O.C.D.E. Y LAS PENSIONES EN ESPAÑA


Todos los medios de comunicación se han hecho eco hace un par de semanas de la publicación por parte de la OCDE de un informe acerca de las pensiones en los países que la integran. Es curioso que los organismos internacionales tengan una especial predilección por este asunto, revistiendo siempre sus informes de los tintes más catastrofistas. Digo que es curioso porque los funcionarios de todos estos organismos devengan espléndidas pensiones (esas sí que son generosas), sin que nadie se plantee si son o no sostenibles.
El informe de la OCDE ha tenido la virtud de abrirse camino entre la espesa masa informativa que se ocupa del problema catalán y que cortocircuita cualquier otro asunto. No tuvo la misma suerte la llamada marcha de las pensiones que, saliendo de cinco puntos diferentes: Galicia, Asturias, Cantabria, Comunidad Valenciana y Andalucía (los catalanes estaban en otras ocupaciones), recorrió España y llegó a Madrid el 9 de octubre pasado para reclamar pensiones dignas y la abolición de la última reforma, que condena a los futuros jubilados a la pobreza. La marcha convocada por UGT y CCOO pasó casi desapercibida, sin pena ni gloria.
La diferencia estriba en que mientras que el informe de la OCDE incide sobre los tópicos de siempre y pone en duda la sostenibilidad de las pensiones, mensaje siempre querido por la prensa, los sindicatos clamaban que no hay ninguna fatalidad que determine que España no pueda mantener un sistema de pensiones dignas.
Ante el ruido generado por el informe de la OCDE, pienso que quizás convenga recordar ciertas verdades y desmantelar de nuevo algunas falacias:
Desde mediados de los años ochenta los servicios de estudios de las entidades financieras, fundaciones y demás instituciones interesadas han ido elaborando múltiples documentos e informes con el fin de demostrar que el sistema público de pensiones resulta inviable. En todos ellos se anunciaba que el sistema entraría en quiebra a plazo fijo. El caso es que han ido llegando sucesivamente las fechas fijadas sin que se produzca la debacle anunciada.
La argumentación de todos esos informes es casi idéntica. Parten del hecho de que el incremento de la esperanza de vida y la baja tasa de natalidad configurarán una pirámide de población en la que la proporción entre trabajadores y pensionistas se inclinará a favor de estos últimos, en tal medida que hará insostenible el sistema. Se recurre a la tasa de dependencia citada, por ejemplo, en el reciente informe de la OCDE.
Esta forma de argumentar olvida la variable de la productividad. La cuestión no estriba en cuántos son los que producen, sino en cuánto es lo que se produce. Cien trabajadores pueden producir lo mismo que mil si su productividad es diez veces superior, de tal modo que, aun cuando esta proporción del número de trabajadores por pensionistas se reduzca en el futuro, lo producido por cada trabajador será mucho mayor. Quizá lo ocurrido con la agricultura pueda servir de ejemplo. Hace cincuenta años, el 30% de la población activa española trabajaba en el sector primario; hoy, únicamente lo hace el 4,5%, pero ese 4,5% produce más que el 30% anterior. En resumen, un número menor de trabajadores podrá mantener a un número mucho mayor de pensionistas.
En los últimos cuarenta años, gracias a los incrementos de la productividad, la renta per cápita en términos constantes casi se ha duplicado y es de esperar que en el futuro continúe una evolución similar. Mientras que la renta por habitante de una nación se mantenga constante o se incremente, ningún colectivo, bien sea de pensionistas, bomberos o empleados de banca, tiene por qué ver empeorada su situación económica. Si en un periodo de tiempo, un colectivo (por ejemplo los jubilados) ve cómo sus ingresos crecen menos que la renta por habitante es porque otras rentas, ya se trate de las salariales, de capital o empresariales, crecen más. Se produce por tanto una redistribución de la renta en contra de los pensionistas y a favor de los otros colectivos, que con toda probabilidad serán el de los dueños del capital o el de los empresarios. Y tales aseveraciones se cumplen siempre sea cual sea la pirámide de población, la esperanza de vida o la tasa de natalidad.
La viabilidad del Sistema Público de Pensiones está condicionada por la tasa de dependencia solo si su financiación se liga exclusivamente a las cotizaciones sociales. Pero no tiene, ni debe por qué ser así. En un Estado social, tal como define el nuestro la vigente Constitución, son todos los recursos del Estado los que tienen que hacer frente a la totalidad de los gastos de ese Estado, también a las pensiones. La separación entre Seguridad Social y Estado es meramente administrativa y contable, pero no económica, y mucho menos política.
Afirmar que son los trabajadores y los salarios los únicos que han de mantener las pensiones es un planteamiento incorrecto. No hay ninguna razón para eximir del gravamen a las rentas de capital y a las empresariales. El artículo 50 de la Constitución Española afirma: “Los poderes públicos garantizarán, mediante pensiones adecuadas y periódicamente actualizadas, la suficiencia económica a los ciudadanos durante la tercera edad”. El Estado ha de concurrir con los recursos necesarios para asegurar el pago de las pensiones, sea con las cotizaciones o con cualquier otro impuesto. Y si las cotizaciones no son suficientes para financiar las prestaciones en una determinada coyuntura, el desfase ha de ser cubierto por las aportaciones del Estado.
Desde esta perspectiva, carece de todo sentido el llamado fondo de reserva creado por el Pacto de Toledo, que estipula que en las épocas en las que la recaudación por cotizaciones sociales exceda del gasto en pensiones se constituya un fondo para subvenir a financiar el déficit cuando los términos se inviertan. No es este fondo -al que vulgarmente se llama “hucha de las pensiones”- lo que puede ofrecer seguridad a los futuros pensionistas, sino la garantía de que detrás del derecho a la prestación se encuentra el Estado con todo su poder económico. En realidad, los incrementos o disminuciones del fondo de reserva son meros apuntes contables entre administraciones ya que, como es lógico, su importe se invierte en deuda pública. En este sentido resulta un dislate el comentario que parece haber hecho Zapatero al hilo de que el actual Gobierno haya consumido el fondo de reserva. “Si sé esto, no congelo las pensiones en 2011 y tiro del fondo de reserva”. Debería conocer que pagar las pensiones con cargo al fondo de reserva en ningún caso impide que se incremente el déficit de las Administraciones Públicas, que era lo que él parecía querer evitar.
De igual modo, no tiene sentido que el actual Gobierno pretenda enjugar el déficit de la Seguridad Social con préstamos en lugar de con transferencias a fondo perdido. Fue en 1994 cuando se introdujo este antecedente tan negativo, y se comenzaron a cubrir los desequilibrios entre cotizaciones y prestaciones por medio de préstamos, en vez de hacerlo con aportaciones estatales sin contrapartidas; se rompía así la norma anterior de que en los Presupuestos del Estado aparecían transferencias de recursos del Estado a la Seguridad Social.
El envejecimiento de la población de ninguna manera provoca la insostenibilidad del sistema público de pensiones, pero sí obliga a dedicar un mayor porcentaje del PIB no solo a financiar las pensiones, sino también a pagar el gasto sanitario y los servicios de atención a los ancianos y los dependientes. Detracción por una parte perfectamente factible y, por otra, inevitable si no queremos condenar a la marginalidad y a la miseria a buena parte de la población, precisamente a los ancianos, una especie de eutanasia colectiva. John Kenneth Galbraith anunció ya hace bastantes años que cambios como la incorporación de la mujer al mercado laboral y el aumento en la esperanza de vida exigían una redistribución de los bienes y servicios que deben ser producidos y, en consecuencia, consumidos, a favor de los llamados bienes públicos y en contra de los privados.
Habrá quien diga que estos bienes y servicios, incluidas las pensiones, los podría suministrar el mercado. Pero llevar a la práctica tal aseveración significaría en realidad privar a la mayoría de la población de ellos. Muy pocos ciudadanos en España podrían permitirse el lujo de costearse todos estos servicios, incluyendo la sanidad, con sus propios recursos. ¿Cuántos ciudadanos tienen la capacidad de ahorrar una cuantía suficiente para garantizarse una pensión de jubilación digna? La única dificultad es ideológica. El neoliberalismo económico pretende imponer la aversión a lo público y a los impuestos.
En todos los informes de organismos o instituciones en los que se siembran dudas acerca de la viabilidad de las pensiones públicas se plantea al mismo tiempo la necesidad de completarlas con pensiones privadas. Surge la duda acerca de si el objetivo que se persigue no será potenciar los fondos privados de pensiones. De hecho, la única alternativa que se propone a las pensiones públicas es que cada persona de forma individual ahorre para la vejez. Los fondos de pensiones no son más que una forma de ahorrar y no precisamente de las más ventajosas para el inversor, aunque muy lucrativas para las entidades financieras depositarias de las inversiones y que controlan a las gestoras. No es de extrañar que los fondos estén de capa caída por más medidas que adopte el Gobierno para incentivarlos.
Supeditar la solución de la contingencia de vejez a la cantidad de ahorro que cada individuo haya podido acumular a lo largo de su vida activa es condenar a la pobreza en su ancianidad a la gran mayoría de la población. Es bien sabido que el 60% de los ciudadanos carecen de capacidad de ahorro (no llegan a final de mes) y otro 30%, si ahorra, lo hace en una cuantía a todas luces insuficiente para garantizar el mínimo vital en la jubilación.
La OCDE y otros organismos internacionales suelen afirmar que las pensiones en España son muy generosas. Lo fundamentan en lo que llaman tasa de reposición (pensión que se recibe como porcentaje del último salario) que, según dicen, está por encima de la de la mayoría de los países de la Organización. Pero ese porcentaje es teórico para un trabajador que hubiese cotizado el número mínimo de años para percibir la pensión máxima (en España, más de 35) y se jubilase a la edad legal (en nuestro país, 65 años, por ahora). No tiene en cuenta, por consiguiente, otros muchos factores: la dinámica del mercado de trabajo, la penalización de la jubilación anticipada, topes máximos, salario mínimo, bases sobre las que cotizan determinados regímenes, pensiones mínimas, sistema fiscal, etc., que hacen que la tasa real esté muy alejada de ese máximo y sea inferior a la de otros países. En 2016 la pensión media de los nuevos pensionistas ascendió a 1.087 euros al mes, mientras que el salario medio se situó en 2.226. No llega por tanto ni al 50%. El 72% de los jubilados cobran en la actualidad menos de 1.100 euros mensuales (el 49% no sobrepasa los 700 euros). El 20% de las pensiones contributivas y la totalidad de las no contributivas están por debajo del umbral de la pobreza. Como puede apreciarse, la generosidad es desbordante.
La ofensiva desatada desde mediados de los años 80 contra el sistema público de pensiones ha tenido sus frutos y, así, en distintas ocasiones se ha reformado el sistema y siempre en la misma dirección, la de empeorar las condiciones de la jubilación. Pero ha sido la reforma de 2013, aprobada por el PP, la que ha creado un panorama futuro más alarmante: la actualización anual de la prestación se desvincula del coste de la vida y se la hace depender de una fórmula alambicada y absurda que condena en el futuro a los pensionistas a ir perdiendo poder adquisitivo. España se ha convertido en el único país de toda Europa que desliga la actualización de las pensiones de la evolución de los precios y los salarios.
La recaudación fiscal se incrementa de forma automática con la inflación. ¿Por qué no incrementar, entonces, las prestaciones de los jubilados en la misma cuantía? La pretensión actual de no actualizar las pensiones con el índice del coste de la vida constituye un verdadero expolio, equivalente a gravar a los jubilados con un impuesto adicional progresivo sobre su pensión (progresivo no en el sentido de progresividad fiscal, sino porque el tipo va a incrementarse año a año). Suponiendo que la inflación sea del 2% anual, el impuesto será del 2% el primer año, del 4% el segundo, del 6% el tercero, del 10% a los cinco años, del 20% a los diez años. ¿No es este el gravamen más injusto de los que están en vigor?


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