Todavía es posible reconocer por esas calles a algunos quijotes: Exhiben viejas banderas reivindicativas y alzan, indignadas, sus voces sobre los elevados rascacielos de las ciudades, sobre los bancos que les exprimen, sobre el humo de los coches, sobre las cúpulas de las viejas catedrales, sobre el duro asfalto donde tantas veces se precipitaron bajo el peso de las gomas de los “grises”, bajo el peso de cien derrotas; sobre las tentadoras cervecerías y sobre los contenedores de basura donde tantos sueños reposan, junto con los desechos orgánicos de los burgers y de los asaderos de pollos.
Aún
es posible reconocerlos: Lucen camisetas desteñidas, barbas descuidadas, chapas
de cien batallas; no leen ningún diario; de vueltas de mil promesas; se
mantienen a prudente distancia de los oradores; marchan desde hace siglos, por
caminar, por no permanecer quietos, contra todo lo que se les pone de por
medio. Ya no esperan nada particularmente apasionante y marchan por no
detenerse, sabiendo que pararse es la muerte. Algunos, tras dejar de sentir los
pasos de la policía tras de ellos, ya sienten el aliento de la muerte en sus
nucas, pero no se detienen ni para tomar aliento.
“No beben el vino de las tabernas” ni buscan
el refugio de las iglesias; se les ve con un libro, sentados en los parques.
Descreídos de tantas doctrinas, aman aún las bibliotecas, las películas de Ken
Loach y de Víctor Erice, el aroma de la yerba recién segada, las siluetas de
las mujeres, preferentemente de espaldas, mientras estas se pierden entre la
multitud. Escuchan lo mismo a Mahler que el ”Campanilleros” de La Niña de la
Puebla; por igual a Pablo Milanés que un nocturno de Chopin; el “Al alba” de
Aute o las canciones de Woody Guthrie y las de Moustaki.
Algunos nacieron mientras aún se estrellaban los cascos de la metralla de los rebeldes franquistas contra los muros de sus ciudades; algunos aún conservan en su habitación aquel viejo póster del Che Guevara que colgaron allí en los años sesenta, o el de Angela Davis, el de Pablo Iglesias Posse, el de Durruti, el de Lenin o el de Pasionaria. Insatisfechos, extenuados tras tan larga resistencia, hablan mal de todos los gobiernos, de todos los políticos. Se enamoraron mil veces: de Rosa León, de Donna Reed, de esa chica de los anuncios, de la Revolución de los Claveles, de Pier Angeli, de la ciudad de Lisboa y de las canciones de Brassens y el “Haleluyah” de Leonard Cohen.
Son
el resto de aquel poderoso ejército que hace sesenta años salía a las calles
para condenar al franquismo; los mismos que saldrían en los setenta, en los
ochenta, en los noventa, hoy mismo, para condenar los asesinatos de obreros,
estudiantes y abogados en Madrid; para exigir la legalización del partido; para
exigir la liberación de Mandela; para tratar de detener todas las guerras; para
protestar contra lo de Shabra y Chatila; para exigir el cese de la ocupación
del Sáhara; para condenar la violencia contra las mujeres; para gritar ¡Otan
no!; para saludar el triunfo sandinista en Nicaragua; para apoyar a los mineros
en marcha hacia Madrid; para preservar el sistema público de pensiones, la
sanidad, la escuela pública, de esos depredadores que nos quieren con la mano
eternamente tendida, sumisos y adocenados en los campos de fútbol; drogados por
la televisión y el consumo.
Son los mismos que cantaban la “Internacional” al pie de la fosa del camarada caído; los mismos que corearon potentes ¡no pasarán! en los homenajes a las Brigadas Internacionales; los mismos que siguen coreando el “Himno a la libertad” de Labordeta y leen a Machado, a Saramago y a Eduardo Galeano; los mismos que trabajaron en la construcción, abrieron librerías, pastaron en los arrozales de Lenin, de Lao Tse, de Mao, Proudhom, de Sartre, Ho Chi Minh y de Gandhi.
Figuras
grises, anónimas, sin relieve, en un paisaje que ya no es el suyo, su firma no
aparecerá jamás al pie de ningún artículo en la prensa, ni serán noticia cuando
mueran. Hablan el extraño idioma de los que pudieron ser y no fueron; el
extraño idioma de hombres y mujeres que se dejaron la vida entre las calles,
los tajos y las asambleas en los locales del partido y del sindicato. Son la
ceniza de sueños irrealizados, los rescoldos de una hoguera siempre a punto de
extinguirse. Son los héroes oscuros de aquellas obras de Buero Vallejo, Arthur
Miller, Kurosawa, Saramago y Max Aub, heridos por siempre por los poemas más
radicales de Miguel Hernández.
Son la semilla absurda que no encontró surco.