Hace
poco tiempo, el cardenal Bergoglio, ya elegido Papa Francisco, decía que le
gustaría una iglesia católica para los pobres. No es una frase nueva en la
tradición católica, ni tampoco en otras tradiciones confesionales, políticas y
éticas. Aunque pareciera que este lenguaje había pasado de moda.
Las
primeras entrevistas a personas que conocían al cardenal argentino hablaban de
sus obras de caridad, de sus visitas a los suburbios, de su opción por los
pobres… Quienes se han tomado alguna vez en serio esta cuestión
político-práctica que son las desigualdades, y, en concreto, las estructuras
que generan desigualdades, saben que una cosa son las palabras, o los gestos
(por importantes que sean), y otra los fundamentos de estas palabras y las
implicaciones que se está dispuesto a aceptar al llevar a la práctica las
palabras. Para que se entienda: hay quien ha sido asesinado, torturado, vejado…
por comprometerse en lucha contra las causas flagrantes de las desigualdades y
de sus consecuencias sobre las personas.
La
pregunta importante es qué significa “la opción por los pobres”. Distintas alternativas
políticas, morales y teológicas coinciden en las palabras, pero no en lo que
quieren decir con ellas y en las transformaciones que aceptarían como
deseables. No se ha de olvidar que dentro de la tradición católica la teología
de la liberación ha tenido como prioridad fundamental la opción por los pobres.
Opción compartida en parte por movimientos sociales y políticos que plantean
como prioridad poner remedio a las desigualdades económicas.
Sin
embargo, la teología de la liberación (es decir, sus fundamentos y sus
implicaciones prácticas) ha sido intensamente rechazada por buena parte de la
jerarquía católica y por los sectores más conservadores. Pero estos sectores
conservadores también han rechazado, cuando no perseguido y asesinado, a otra
gente que sin saber si se guiaban por teologías, ideales políticos o por pura
vergüenza ante la injusticia, denunciaban los abusos y se posicionaban contra
ellos.
Como
decía, la frase “la opción por los pobres” puede significar cosas muy
distintas. Para unos, la “opción por los pobres” convertida en campaña
publicitaria se asemeja al eslogan “ponga un pobre en su mesa” que Berlanga
retrató en Plácido. Como recordarán, la película satiriza esta concepción y
práctica de la beneficencia: el pobre sería un presente en la mesa de los
privilegiados. Como buen pobre, no se le permitiría protestar, enojarse,
rebelarse o proponer y buscar estructuras sociales, políticas y económicas más
equitativas. En este modelo, el pobre ha de ser un pobre sumisamente
agradecido: un buen pobre.
Para
otros, la beneficencia es una opción deseable ya que estimula la generosidad de
los particulares. Este modelo está en auge. La destrucción de los sistemas de
protección social, el debilitamiento del contenido social de las fuerzas
políticas de izquierdas asentadas en las estructuras formales y la expansión de
la ideología que se resume en el “que cada palo aguante su vela”, han
contribuido al auge de una beneficencia conservadora.
Esta
beneficencia se caracteriza por preservar las desigualdades y, por ello, los
privilegios existentes. Es lo contrario a tomarse en serio los contenidos
sociales y democráticos del estado y las condiciones de materialización de los
mismos. La beneficencia es esencialmente anti-igualitaria, atenta en muchas
ocasiones contra la dignidad de la persona que ha sido colocada en situación de
pobreza y es perfectamente compatible con estructuras económicas, políticas y
jurídicas generadoras de desigualdades.
La
“opción por los pobres” puede significar esto: proteger el modelo y sus
injusticas, pero buscar paliativos que en las situaciones extremas eviten el
desagradable espectáculo de la pobreza de solemnidad. En este modelo se
extiende un discurso de los valores que bajo la expresión “faltan valores”
omite que los valores se entroncan con las estructuras económicas e
ideológicas.
Este
uso de la noción de los valores, no se plantea políticamente que estos tienen
una relación simbiótica con las estructuras económicas y materiales que
condicionan la vida de la gente.
Cuando
se plantea en serio la cuestión de responsabilidad personal y colectiva en
relación a las desigualdades, hay que plantear, como señalaba con fuerza Thomas
Merton hace ya bastante tiempo (monje trapense fallecido en 1968): “No basta
con una ética de las buenas intenciones subjetivas. Esta ética ha sido juzgada
y hallada en falta. ¡Tenemos que volver a enfocar la mirada hacia los resultados
objetivos de nuestras decisiones!”, (En Conjeturas de un espectador culpable,
Sal Terrae, 2011).
La
responsabilidad personal, en ocasiones pensada y vivida como compromiso, no
debería desligarse de la proyección de la acción política colectiva. Desde hace
unos años, potentados como Bill Gates y Warren Buffet, dos de las mayores
fortunas del mundo, impulsan el proyecto Giving Pledge. Con esta iniciativa se
pretende que personas y familias multimillonarias destinen una parte de su
fortuna a acciones filantrópicas, siendo posible hacer la donación en vida o al
morir.
Esta iniciativa no dejaría de ser una anécdota si no fuera porque, tal como yo lo veo, abunda en la tendencia señalada: diluir y disimular el carácter político de las estructuras económicas, jurídicas y sociales que generan pobreza. Ideas como el Giving Pledge, ¿van a estar acompañadas por la exigencia a estas personas y familias de rechazar aquellos beneficios que provengan de la explotación de los trabajadores, de la destrucción del medio ambiente, de la vulneración de los estándares de los derechos humanos a nivel internacional, de la comercialización de armamento, de la evasión fiscal mediante actuaciones de ingeniería financiera o de la especulación financiera?
Esta iniciativa no dejaría de ser una anécdota si no fuera porque, tal como yo lo veo, abunda en la tendencia señalada: diluir y disimular el carácter político de las estructuras económicas, jurídicas y sociales que generan pobreza. Ideas como el Giving Pledge, ¿van a estar acompañadas por la exigencia a estas personas y familias de rechazar aquellos beneficios que provengan de la explotación de los trabajadores, de la destrucción del medio ambiente, de la vulneración de los estándares de los derechos humanos a nivel internacional, de la comercialización de armamento, de la evasión fiscal mediante actuaciones de ingeniería financiera o de la especulación financiera?
Iris
Marion Young murió antes de poder acabar su último libro: La responsabilidad
por la justicia (Morata, 2011). Una amiga suya lo preparó para la edición.
Young se planteó en este libro una pregunta clásica que ha recuperado su
actualidad: ¿Cómo deberíamos pensar sobre nuestra propia responsabilidad en
relación a la injusticia social? Young explica cómo desde los años 80 del siglo
pasado se extendió la idea según la cual las causas de la pobreza había que
buscarlas básicamente en la irresponsabilidad de los pobres. Young contradijo
en profundidad esta teoría y llegó a conclusiones que son aplicables al momento
actual:
- Se ha instaurado una “irresponsabilidad
privilegiada sistémica” que perjudica a millones de personas (por ejemplo,
personas con poder en las grandes instituciones toman decisiones que afectan a
millones de personas). La irresponsabilidad de unos se legaliza y determinadas
instancias quedan desresponsabilizadas, mientras se tacha de irresponsables a
los que quedan marginalizados.
- Hemos perdido la convicción de que los
problemas y desventajas sociales se pueden mejorar a través de la acción
colectiva. Cuanto menos confianza tenemos en nuestro propio compromiso político
y democrático, más exigimos a los demás.
El sistema capitalista global produce
injusticias estructurales de privación material de millones de personas con
insuficientes o ningún medio de subsistencia, y somete a la mayor parte de
estas personas a la dominación a través de la coacción económica: “Por cada
injusticia estructural hay un alineamiento de entidades poderosas cuyos
intereses están servidos por esas estructuras”.
En
un momento en que se incrementan las desigualdades, la beneficencia no es la
solución ya que conserva e incrementa las desigualdades, no les pone remedio.
El compromiso personal ha de verse conjugado con la responsabilidad colectiva a
favor de estructuras que favorezcan la igualdad entre las personas, sin que
esto suponga la anulación de la responsabilidad personal por la propia vida