martes, 27 de julio de 2021

EL ARTE DE LA TORTURA

         

Unas filigranas humanas de llamativos colores, seres andróginos y ceñidos de seda y dorados abalorios, avanzan al paso en un redondel de galleta. Al son de una fanfarria de pasodoble, las figuras caminan erguidos, seguidos de sus cuadrillas, aderezadas con plata subalterna: banderilleros, mozos de estoque. Y los monosabios. Siempre me ha gustado esta palabra y su semántico significado. Los monosabios son los encargados de echar paladas de arena para cubrir la sangre de la lidia. Y azuzar con una vara reglamentaria a los aterrorizados caballos ciegos de los picadores.

Los tres cuerpos jóvenes caminan sobre las puntas de los pies, enfundados en unas zapatillas de ballet, y el cuerpo almidonado por un miedo ritual. Tienen el rictus del oficio en el rostro pálido, tallado por la luz artificial de los hoteles.

Son los maestros matadores. Artistas de la muerte vestida de rito por las plazas de España.

  Aunque, no nos engañemos: estos profesionales son matarifes de lujo. Van a oficiar una liturgia de sangre y arena en esa Fiesta de colores que es la bandera de España. La orgía de la tortura del toro acorralado y obligado a embestir. Todos los toreros sueñan con poseer una dehesa, y matan cientos de toros cada año para conseguirlo. Con su tronío conservador y chulesco, encarnan la rijosa España costumbrista de señoritos de casino y latifundio, lagartijas y esparto mental. Y en medio de todo ese orbe escatológico, el toro bravo como víctima del sacrificio litúrgico a una tradición de cerebros insolventes y algún intelectual despistado o parasitario.

Suenan los desafinados clarines y el redoble del tambor. Es la hora de la verdad. Arriba del ruedo el público ruge de excitación. Aplauden a rabiar a la espera de la lidia del susto y del calambre en la entrepierna. Han pagado por disfrutar la humillación y el descuartizamiento del mítico toro bravo. Esa furia animal es escarnecida una y otra vez, por la astucia. La furia desafiada embiste al aire. El aleteo engañoso de un trapo al que llaman Arte, cuando se trata de simple habilidad costurera. Una efímera y bastarda sensación exaltada, por la literatura fácil, al rango de tragedia. Cuando todo lo más se trata de un exotismo soez y carnicero, que acaba en un vulgar puchero de estofado.

        También se llama arte a la guerra. Poner exquisitos adjetivos no es difícil, sobre todo si esconden una siniestra trastienda de dolor y mafiosidades nada sublimes. Aparte de la manipulación genética, antes de enfrentarse a su trágica hora en un ruedo, el toro ha sido rigurosamente escofinado, tundido a golpes, viajado por carretera cientos de kilómetros padeciendo sed en un cajón y, eventualmente, víctima de la moderna farmacopea amodorrante. Pues, para las empresas taurinas, un torero de cartel es una inversión muy rentable. Y hay que limitar los riesgos al máximo.

La taquilla es la suprema reina de la Fiesta.       

            El gran parné que mueven los toros ilustra hasta qué punto el negocio de la lidia es un zafio monedero y no otra cosa más ilustre ni más fina. Una casquería que se anuncia como Cultura y no es más que ceremonia de bajas pasiones, a mayor gloria de la ocupación hostelera.

Sangría a sol y sombra. Al compás de la corrida, en las plazas de toros tiene lugar un juego cruzado de seducciones metafóricas, aunque no exentas de evidencia genital al por mayor. Los cojones del toro levantan controvertidas y celosas pasiones. El delirio. A medida que lo van macheteando se produce un alivio de escrotales frustraciones colectivas, a costa de un animal cuyo único delito es ser un tótem mitológico.

Tauromaquia es como llaman a la transformación de la fortaleza viril del toro en mugidos, moscas, babas, miedo, bostas y mondongo, tortura y muerte. País eternamente paradójico, donde el perfil de ese mismo toro bravo se exhibe como elemento simbólico de los supuestos atributos de la raza.        

Sin embargo, lo segundo que más me asombra de la corrupción conductual y moral que significa la tauromaquia es su desfachatez. El que viola se oculta para violar. El que roba se esconde para robar. El que mata procura hacerlo sin testigos.

Aquí se obliga a un herbívoro pacífico a entrar en un ruedo del que no tiene posibilidad de huir, se le causa un destrozo físico para menoscabar su fuerza y movilidad, se le tortura, despacito, y al final se le mata cuando hay “suerte” de un golpe de mano, que las más necesita repeticiones y carnicería añadida para acabar con su vida. Luego a menudo se le mutila, y se sabe que no pocas veces cuando todavía no está muerto.

Aquí, y sigo con lo segundo que más estremece, es que los niños son llevados -sí, llevados, una niña de cinco años o un niño de ocho van donde sus padres quieren que lo haga-, a ser espectadores de lo descrito en el párrafo anterior. Y cuando se hace eso se están pasando por la montera de la patria potestad el dictamen del Comité de Derechos del Niño de la ONU indicando que la tauromaquia es violencia infantil, así como todas las leyes y declaraciones de intenciones europeas, nacionales, comunitarias o municipales jurando que la protección del menor es algo prioritario, sagrado y en modo alguno inviolable, y que cualquier conducta que atente contra esos principios será prohibida y castigada su ejecución.

Lo primero, lo que más espanta, lo que produce escalofríos en el alma, en la piel, en la cordura y en la sensibilidad es que ese acto donde se abrazan la violencia con animales, su maltrato lento, intenso, sin atisbo de compasión, y la violencia educacional para la infancia, haciéndoles presenciar cómo se hiere una y otra vez a un toro, haciéndoles beber sus hemorragias por los ojos y estampando su sufrimiento en la mente de seres humanos en pleno proceso de formación de sus valores, es que la tauromaquia todavía sea algo legal en nuestro País.

¿Hay necesidad de explicarlo?, ¿es que no lo estamos viendo en cada corrida, en cada toro embolado o enmaromado, en cada toro al agua, del aguardiente o de encierro de campo perseguido por coches y tractores? Mueren desangrados, atropellados, ahogados, de golpes contra talanqueras, de infartos, mueren por miles, sufren y mueren en cada rincón de España con la misma dosis de terror y padecimiento en su cuerpo, con la misma carga de depravación en el mensaje que se le transmite a los niños y ante los mismos aplausos y sonrisas de quienes encuentran en semejante aberración un motivo de diversión.

No, es que encima esta modalidad de corrupción no se esconde y no es necesario tener que explicar los motivos como no los sería si alguien es observado forzando a una mujer o metiendo la mano en el bolso de una anciana, y ya está bien de ponerla en la estantería del comportamiento decente porque nos la encontremos en el cajón de lo legal.

Tantas cosas que lo han sido ya no lo son porque evolucionamos, porque es sabido que la ley suele ir por detrás del espíritu de los ciudadanos y del progreso hasta que llega un día en que el hedor de esa basura se hace tan insoportable que, por muy vistosa que sea la bolsa que la contiene, se lanza al vertedero donde debe estar: el de lo inadmisible por repugnante y nocivo.

Y las palabras Tradición, Libertad o Raíces no sirven de nada, sólo son podredumbre en su interior por real que sea su forma. Una tradición violenta, la libertad que se usa para torturar o matar o las raíces de las que nace un fruto dañino son perversiones que encuentran su disfraz en el diccionario.

La realidad es que esto es maltrato de animales y que esto es lesivo para los más pequeños y ante eso sólo caben dos posturas: confesar que no importan ni unos ni otros en aras de un placer y de un negocio malsanos, o abolirlo sin contemplaciones porque la violencia con un animal y con un niño, cada una en su vertiente, no se van a consentir.