Odio todas las procesiones religiosas pero, si cabe con mayor inquina, las de Semana Santa. Las aborrezco no sólo por la invasión de muñecos ensangrentados –puro sadomasoquismo- sino por la presencia de niños acarreaditos, de costaleros y nazarenos, de curas engalanados, de vociferantes Novios de la Muerte, de beatas arrepentidas y de autoridades civiles que infligen la sacra Constitución al representar al poder civil en una orgía mística patrocinada por el Vaticano, un Estado extranjero.
Las
procesiones tienen un único y dudoso valor: dar a conocer las numerosas
variedades de la tortura cristiana. Durante su escenificación hiperrealista, se
desata una histeria colectiva ansiosa de más tormentos que alcanza su clímax
ante la presencia de muñecos y muñecas especialmente dolorosos –paradigma de la
“servidumbre voluntaria” que domina el actual estadio de la civilización
occidental.
Probablemente, las flagelaciones son las impías estrellas de estas neurastenias. Ejemplos: los penitentes riojanos, los picaos, se azotan las espaldas en un rito sanguinolento similar al de los chiíes en su Ashura. Pero el ingenio sadomaso no descansa de manera que, en ocasiones, se añade el peligroso azotamiento interno de los empalaos extremeños –más cruel que el de los picaos- y el de los encruzados del mexicano Taxco quienes, de propina, cargan troncos espinosos. Pero, sin duda, la apoteosis llega con anzuelos en los labios y perforaciones sin anestesia o, mejor aún, cuando se crucifica con clavos ‘de verdad’ a los penitentes –en la también mexicana Iztapalapa y en Filipinas. Todo ello sin que podamos saber si, debajo de sus hopalandas, los feligreses se están perforando sus carnes con cilicios u otros suplicios clandestinos.
En
estas fechas, con especial significación, podemos comprobar que, en España, hay
dos espacios que permanecen demasiado cercanos, confundidos y sin acabar de
encontrar su verdadera posición dentro de la constitución. Según lo que podemos
leer, somos un estado “aconfesional”, expresión que se utilizó para no terminar
de definirnos como un estado laico; no estaba el horno para más bollos en el 78
y ahora, décadas después, podemos ver las consecuencias de esa indefinición y
de esa tibieza.
Por toda España se celebran procesiones (estaciones de penitencia para los forofos) en las que la presencia del estado, a través de representaciones de policía, ejército o cargos institucionales, es masiva. Bandas de música, batallones de gastadores, recursos públicos -lo de la Legión en Málaga es un despliegue en toda regla- hacen que todo acabe confundido en un marasmo de indefinición legal que no me gusta nada.
Nada tengo contra esa tradición
-curioso que las nuevas generaciones no tengan ni la más remota idea de lo que
ven y lo que significa- pero todos debemos ser conscientes de que hay una
institución que si registra, manipula y utiliza esas concentraciones de
personas en su favor: la Iglesia.
La
Iglesia no desperdicia nada y sigue tensando la cuerda de su teórica influencia
social para mantener cientos de colegios en régimen de concertación a cargo del
estado; sigue posicionada en la educación haciendo caso de la afirmación de
Ignacio de Loyola: darme a vuestros hijos y os devolveré soldados de Dios.
España,
hoy, ha cambiado su estructura religiosa y nada tiene que ver con la que, en
1978, tuvo que cuidar a una sola religión tutelada y apoyada por aquellas
fuerzas vivas -muy vivas, por cierto- de manera que deberíamos dar el paso que
no nos atrevimos a dar y declarar la verdadera naturaleza laica del estado, sin
más.
Ya no hay, desde mi punto de vista, ninguna razón que justifique el mantenimiento de ese resbaladizo término y sin embargo, sí hay una enorme población que practica otras religiones que se sentiría mucho más a gusto bajo la asepsia de un estado laico que tratara a todas las religiones desde la misma distancia y con la misma independencia.
No
pretendo negar la enorme influencia de la iglesia católica y del cristianismo
en la evolución y en la construcción de lo que Europa es y significa -con especial
incidencia en España -, pero sí creo que ha llegado el momento de que las cosas
se adecuen a la realidad del momento. Hoy, es obvio, la iglesia católica se
bate en retirada pues la sociedad ya no le otorga el peso que tenía hace
décadas. La semana santa empieza a ser una festividad más cultural que
religiosa, como lo pueden ser las Fallas, las piraguas o san Fermín.
Y
no me parece mal que todo se gestione desde la perspectiva del inmenso
patrimonio cultural que tenemos y me parecería positivo que otras religiones
empezaran a construir otras manifestaciones públicas en torno a sus propias
tradiciones. Me parecería estupendo celebrar el año nuevo chino, el Yom Kipppur
judío o – tras el paso por mataderos adecuados – la fiesta del cordero.
España ya no es una isla, ya no somos la “reserva espiritual” de Occidente o chorradas semejantes: España es una sociedad moderna que debe evolucionar en esa modernidad con todas sus instituciones y además, debemos hacerlo con naturalidad y sin traumas que eleven tensiones o que supongan momentos de enfrentamiento.
Si
hacemos caso al mandato, demos a dios lo que es de dios y al césar lo que
es del césar, que ya el propio Jesús, en
una época de tensiones entre la religión oficial de Roma y el judaísmo, intentó
la fórmula como vía de convivencia.
Hagámosle
caso y que no acabemos como la Jerusalén de Tito: arrasada y camino de la
diáspora por un quítame allá esos credos.