El
pasado 23 de agosto cuatro policías obligaban a una mujer musulmana a
desnudarse, la sometían a un escarnio público obligándola a quitarse el burkini
–una pieza de ropa que cubre todo el cuerpo excepto, las manos, los pies y la
cara– en una playa de Niza, justo al lado del Paseo de los Ingleses, el lugar
del atentado donde un camión arrolló a 86 personas el pasado 14 de julio, día
de la Bastilla.
La
escena no puede ser más sórdida. La policía francesa obliga a una mujer
musulmana a despojarse de su túnica. Puede que también le hayan puesto una
multa, en estricto cumplimiento de la legislación que, en más de una docena de
municipios franceses prohíbe el uso del burkini en sus playas. A su alrededor,
algunos la increpan con gritos de “vuélvete a tu país”. La mujer ya está en su
país. La mujer es francesa. Su hija, superada por los acontecimientos, llora
atemorizada, quizá también avergonzada por esta grotesca situación.
En
todo caso, la mujer se ha quitado ya la túnica. Debajo lleva una camiseta
negra, de tirantes y unos leggins. A juicio de los policías presenta ya el
aspecto adecuado para disfrutar libremente de un soleado día de playa. Los agentes
se van, con la satisfacción del deber cumplido. Ni un solo gramo de libertad ha
ganado el pueblo francés, ni mucho menos las mujeres tras esta actuación
policial. Si acaso, algunos elementos racistas y xenófobos sacan pecho con
satisfacción, sintiéndose amparados por el Estado, y miran con desprecio a la
familia musulmana. A la madre, a la niña, al resto del grupo.
Pese
a lo que pretenden hacernos creer, las leyes que prohíben el burkini no son
progresistas. No pretenden velar por la libertad de las mujeres. Tampoco
solucionar ningún problema de orden público. No nacen de ninguna reivindicación
popular, ni son una demanda mayoritaria. Las leyes que prohíben el burkini,
como sus antecesoras de 2004 y 2010, forman parte de una estrategia política más
amplia. La de señalar a un grupo social (en este caso la comunidad musulmana),
estigmatizándolo mediante el sistema de proscribir determinadas actuaciones o
comportamientos propios de dicho grupo, que en si mismos no suponen ningún
delito. Es un paso necesario para construir el mito. El mito pagano. El mito
judío. El mito gitano. El mito musulmán. El chivo expiatorio, tan oportuno para
desviar la atención de los problemas reales, los que provocan los capitalistas
con su insaciable codicia, con su obsesiva búsqueda de beneficios a cualquier
precio.
Porque,
a la vez que la burguesía francesa extiende los prejuicios sobre la comunidad
musulmana en su conjunto, en nombre de los “valores laicos y republicanos”, el
Estado francés recorta derechos laborales y sociales y endurece la represión
sobre los activistas, el movimiento obrero, los estudiantes… El objetivo es
siempre el mismo: debilitarnos, dividirnos, enfrentarnos… y su justificación
absoluta la amenaza terrorista que se cierne en torno a nosotros. Y es cierto
que el terrorismo yihadista golpea cruelmente en Europa (y más cruelmente aún
en el continente africano o asiático) pero no lo es menos que muchos de los
grupos que lo practican no se sostendrían ni diez minutos sin el apoyo
económico y logístico de las democracias occidentales, o de gobiernos títeres,
como el de Arabia Saudí o el de Turquía. Y que este apoyo viene determinado por
los intereses económicos en juego.
Y
como históricamente los avances en los derechos de las mujeres han venido de la
mano de los avances económicos y sociales del conjunto de la sociedad, fruto de
una lucha descarnada contra las oligarquías de la zona, los gobiernos
occidentales se han posicionado siempre con los poderosos para preservar sus
intereses. Así fue, por ejemplo, con la victoria de los talibanes en
Afganistán, apoyados por los Estados Unidos, que liquidó los avances de la
revolución Saur de 1978, sumió al país en la barbarie y determinó, entre otras
cosas, la imposición del burka o la prohibición de estudiar a las niñas.
Contra
la opresión del integrismo islámico la lucha de las mujeres en estos países ha
revestido en ocasiones un carácter heroico. Arriesgando su integridad física y
su vida, mujeres feministas, militantes de la izquierda, activistas en general,
denuncian su situación y luchan por recuperar el espacio público del que las
han excluido, por conquistar el control sobre sus vidas y sus cuerpos. En esa
lucha nos reconoceremos siempre los revolucionarios de todo el mundo.
Pero
las leyes recientemente aprobadas en Francia, y otras muchas en el resto de
Europa que implican una clara discriminación contra los musulmanes nada tienen
que ver, como decimos, con una voluntad emancipadora, sino todo lo contrario.
Su aplicación no libera a las mujeres musulmanas, sino que segrega a muchas de
ellas, apartándolas del espacio público, y las señala y estigmatiza a todas. Y
esto favorece la extensión de los prejuicios xenófobos, y apuntala el ascenso
de la extrema derecha. Por este motivo, oponernos a estas leyes y combatir
cualquier tipo de discriminación contra las minorías en los países occidentales
es también una obligación ineludible para los trabajadores en general y para la
izquierda en particular.
La
Francia de las libertades se desvanece como una neblina en medio de la mer, la
misma que cantaba Charles Trenet, la misma que ha servido para que el rostro de
la islamofobia apareciese en las aguas de la Costa Azul, y se corporizase, como
afirma el filósofo Santiago Alba Rico, en las instituciones, partidos
políticos, clase intelectual y medios franceses.
Niza
se ha convertido en el último de los 15 municipios que han prohibido el burkini
y que ha sido respaldada por los representantes del supuesto Estado democrático
francés. Manuel Valls, primer ministro del país, proclamó, que el burkini es
una muestra de la “esclavitud de las mujeres”, y Sarkozy que “llevar burkini es
un acto político, una provocación”.
Lo
que Valls ignora es, sin duda, el contexto, aunque intencionadamente lo afirma
mientras se encuentra ya en campaña electoral contra Marie Le Pen y el propio
Sarkozy, donde el discurso xenófobo está jugando un papel destacado. El error
del primer ministro es mayúsculo e irónico cuando aplasta el laicismo propio de
los Estados democráticos con su autoritarismo moral y patriarcal y autoproclama
la República francesa igual que una dictadura saudí que somete a la mujer y la
obliga a vestirse de una forma determinada.
Para
muchas mujeres el burkini o el hiyab no es una puerta que se cierra a su
libertad, sino una puerta que se abre a su voluntad religiosa, a una libre
elección que debe condicionar para siempre su felicidad, pues todo aquello que
a uno le priva de ser feliz significa que le priva también de ser libre.
La
historia que convocó a Francia durante la Revolución Francesa para ser la
abanderada de la Europa moderna, con sus valores fundacionales liberté,
égalité, fraternité, se derrumba. Aquel grito de republicanos y liberales en
contra de gobiernos tiránicos se vuelve en contra. Ahora Francia es la tiránica
y sus víctimas son las mujeres musulmanas. Según el último informe del
Colectivo Contra la Islamofobia en Francia de 2015, que publicaba eldiario.es,
el 74% de los 905 incidentes antimusulmanes afectaron a mujeres.
El
veto al burkini en Francia es propio de un Estado que aún no ha comprendido que
el problema que tiene un país con más de 5 millones de musulmanes no es el
islam, sino la islamofobia.
Luchar
contra la opresión integrista en Asia o en África, y contra las conductas racistas
y xenófobas y la legislación que las alienta en Europa es, por tanto, una y la
misma cuestión. Una cuestión de clase.