Por lo general, la magnitud utilizada como indicador económico de un país es el Producto Interior Bruto. De un tiempo a esta parte, quizá unos siete años, han aparecido en las conversaciones coloquiales y en algún que otro debate político una nueva medida del éxito económico: la ocupación de las terrazas por parte de despreocupados bebedores de cañas. O al menos eso se desprende de la pregunta que todos hemos oído en algún momento, pronunciada con disgusto: “¿Por qué si hay crisis las terrazas están llenas?”, un clásico que volverá ahora que el calor vuelve a apretar.
Propongamos
una teoría alocada. Las terrazas están llenas, entre otras razones, porque la
gente no tiene dinero para más. Desde la crisis y su constante y gradual
agotamiento de los ahorros de los españoles, muchos no tienen (tenemos) dinero
para comprar un piso, un coche o pegarse unas grandes vacaciones, no digamos
formar una familia.
El
paro ha aumentado, los sueldos y las pensiones se han estancado y el acceso al
crédito es más difícil. Pero, aún más, se ha producido un vuelco en la
mentalidad española, especialmente de los jóvenes: ante la incertidumbre por el
propio futuro, ¿quién querría meterse en una hipoteca a 40 años?. Para eso, nos
tomamos una cervecita y ahogamos las penas.
Es
el chocolate del loro a la inversa. ¿Conocen el origen de la expresión? La
historia cuenta que una familia de aristócratas en decadencia, pero de tren de
vida a todo trapo, decidió ajustar su economía doméstica decidiendo qué era
necesario y qué accesorio. Llegaron a la conclusión de que tan solo podían
prescindir del chocolate del loro, así que lo eliminaron de la lista de la
compra. Y, obviamente, no solucionaron el problema.
Las
familias españolas han seguido forzosamente el proceso contrario: como han
tenido que eliminar los grandes gastos, su loro puede seguir disfrutando de su
chocolate. Es decir, una caña, cena o comida ocasional no causará un boquete en
su cuenta corriente.
Recuerdo
el plan de negocio de un amigo comerciante para el peliagudo verano de 2010. Su
estrategia estival era no cogerse vacaciones, mantener la tienda abierta
durante todo agosto –ese otoño se prometía movidito– y reinvertir parte del
dinero del viaje veraniego en tomarse una caña a la salida del trabajo con la
familia o los amigos. Todo eran ventajas: ocio diario a un coste menor que la
semana en la playa. Y no se puede negar que en el sector de la restauración –y
aún más el del terraceo – se rentabiliza hasta el último euro. Priva,
fresquito, conversación y, a veces, salir cenado. Las franquicias de hostelería
lo han entendido bien, como muestra el éxito de las cadenas ‘low cost‘.
Es
un actitud habitual entre los menores de 35 años, aquellos que saben que nunca
tendrán un trabajo para el resto de su vida, y que he escuchado cientos de
veces, precisamente, entre cañas. La lógica es palmaria. Muchos de los que
disponen de ingresos mensuales saben que, con la alta rotación del mercado
laboral –hasta el Banco de España lo alertaba hace nada en un informe –es
posible que el mes que viene, o el siguiente, o el otro, no tengan trabajo. De
ahí que meterse en grandes inversiones sea una locura; una de las moralejas de
la crisis ha sido que, cuando venga la siguiente, mejor que no te pille pagando
una hipoteca de 700 euros.
Con
una tasa de desempleo juvenil de un 41,65%, la mayoría de jóvenes no pueden
ahorrar, y los que sí, lo hacen a duras penas. Y hay algunos que han decidido
no hacerlo, algo que puede sonar, de entrada, irresponsable. Pero como me
confesaba un amigo, “prefiero gastarme los 30 euros que me sobran en algo que
me gusta, porque si me pasa algo, no voy a poder pagarlo de todas formas”.
Tiene
su lógica: ahorrar 30 euros es más o menos equivalente a no ahorrar nada.
Vivimos en una aparente “cultura del capricho” (una entrada para un
espectáculo, un videojuego, un libro, un viaje) que parte del principio de que,
ya que el futuro es incierto, hacemos mejor disfrutando, aun epidérmicamente,
que ahorrando en nuestros placeres cotidianos.
La
cultura de consumo ha cambiado también sensiblemente. Si el coche y la casa
fueron en la España del desarrollo post Transición dos ritos de paso y dos
símbolos de estatus obligados, hoy, especialmente en las ciudades, y teniendo
en cuenta “lo mal que está la cosa”, son vistos casi como lujos con los que muy
pocos sueñan. Para los que tienen 30 años o menos, el hogar en propiedad se
percibe como la cadena que los ata a décadas de deuda con el banco, a un
trabajo que no les satisface, a un barrio con el que no se identifican. Una
trampa en la que no piensan caer.
Hace
poco recordábamos que, según los datos del INE, un 41% de familias no puede
hacer frente a un pago con el que no cuentan. En dicha situación, y salvo casos
de pobreza extrema, poco supone una caña que, por otra parte, cumple otra
función que la progresiva modernización del país había hecho desaparecer: salir
a la calle, a la plaza del pueblo o al portal de casa para charlar con tu
hermano, tu amigo o tu vecino.
La
teoría que da título a este artículo parte de una perversa lógica que, según mi
experiencia personal, suele salir casi siempre de la boca de aquellos que nunca
han tenido problemas para llegar a final de mes. Si hay crisis económica, lo
lógico, según esta pregunta retórica, es que la gente deje de consumir por
completo cualquier cosa que no sean bienes de primera necesidad. ¿Una cena?
¿Una entrada para el cine? ¿Una caña? Ni se te ocurra: si estás parado, cobras
poco o tienes un contrato temporal estás obligado a quedarte en casa, bajar las
persianas, acurrucarte debajo de una manta y rechazar todos los placeres que
supongan el más mínimo dispendio económico.
Una
lógica completamente incoherente en un mundo marcado por el consumo, la
publicidad y la identidad a través de la compra, que por una parte nos anima a
consumir sin parar mientras que por otra censura todo gasto en apariencia
innecesario.
¿De
verdad “innecesario”? Tampoco conviene perder de vista que el ocio es parte
importante de la salud psicológica, como contar con amigos o familiares a los
que recurrir. Tan solo alguien que no ha tenido nunca problemas de dinero
podría pensar que gastar tres euros en una cerveza vespertina es un acto de
irresponsabilidad. Para mucha gente, es la única clase de ocio que pueden
permitirse.
La
situación no cambiará, y probablemente, se agudizará. Los jóvenes han aprendido
a renunciar a sus sueños a largo plazo para centrarse en llegar a final de mes,
ahorrar para unas vacaciones más o menos atractivas y, el año que viene, ya
veremos (spoiler: estarás exactamente igual).
Esta
lógica ha venido espoleada desde el discurso político y empresarial, aquel que
ha repetido hasta la saciedad que los trabajos para toda la vida no existen,
que el signo de los tiempos es vagar de empleo en empleo buscando una supuesta
realización personal a través del trabajo, que da igual qué hayas estudiado
porque pronto habrás quedado obsoleto. En ese contexto, conseguir conversación,
bebida fresca, un bocado y un hombro donde llorar –esto no viene incluido, pero
es fácil de encontrar– es toda una ganga.