Morderíamos
el anzuelo de una discusión sin sentido si a raíz de los acontecimientos que
han seguido a los ataques mediáticos contra Guillermo Zapata nos centrásemos en
cuestiones relativas a la dignidad de las víctimas, los límites del humor, la
moral o las responsabilidades políticas. Todo eso a nuestros adversarios no les
importa, con lo cual tacharles de hipócritas o cínicos es tan algo estéril como
redundante y carece por completo de sentido.
Deberíamos
apuntar, a mi juicio, aquello que realmente se acaba de mostrar a partir de
esto; el mensaje que nos han mandado y las formas de actuar para las que
tendremos que prepararnos a partir de ahora. Tengámoslo muy en cuenta, lo que
acaba de comenzar no es una revolución democrática de movimientos de izquierda,
lo que acaba de comenzar es la guerra civil.
El problema al que
nos enfrentamos los movimientos de izquierda y los trabajadores en general, no era sólo que tomar las instituciones suponía ya de por si un
imposible para una ciudadanía que había sido expropiada de los espacios que les
correspondían, sino que además, aquellos que las ocupaban (y que en la mayoría
de lugares, -no dejemos de tener en cuenta- aún las ocupan) en realidad nunca
tuvieron nada que ver con estas instituciones y con los principios que
representan y tan orgullosamente enarbolan como bandera propia.
El
problema es que además estos usurpadores no son más que una amalgama de
familias golpistas y mafiosas que entienden el poder como el lugar que les
corresponde por derecho propio y no como el resultado de los procesos
democráticos que supuestamente representan.
Hemos
llegado con nuestro escritorio y nuestra pluma a sentarnos frente a una
barricada de agitadores y pistoleros que les importa poco lo que podamos poner
sobre la mesa: Su único objetivo es eliminarnos y nada más les importa.
En
esta situación es preciso tener en cuenta que nuestro poder –aquel que hemos
alcanzado mediante sufragios- es tan sólo relativo y que nuestros opositores
–aunque ahora sean menos poderosos que antes- van a poner todos los medios a su
alcance, sean cuales sean, sin importar criterio ni medida para expulsarnos, y
que lo van a hacer hasta la extenuación, hasta el momento final en que ya hayan
cometido tantos crímenes que el exilio sea su única salida deseable.
Usarán
todo aquello que les pertenece o que consideren que les pertenece sin descanso
contra nosotros, intentarán impedir y boicotear nuestros gobiernos, en los
medios y en las calles, agitando a las masas intentando destruir nuestra imagen
pero también –y esto lo veremos- procurando hacer colapsar mediante sus
influencias perversas todas nuestras propuestas.
No
vamos a vivir ni un día en paz, no vamos a poder dormir ni descansar; si
encuentran el modo de acabar con nosotros, ya bien de un ataque al corazón, ya
bien mediante una funesta depresión, enfermedades o accidentes, lo harán.
Cuanto más cerca vean su derrota, mayor y más furiosos serán sus ataques. “La
burguesía –dijo aquel Buenaventura- tratará de arruinar el mundo en la última
fase de su historia.” Viejas palabras que se introducen en un contexto de
guerra, una guerra que no queremos vivir y para la que es imposible estar
preparados, una guerra en fin, en la que estamos inmersos.
Habría
que tenerlo en cuenta; nuestros opositores se lo juegan todo porque tienen todo
que perder, nos atacan desde la impunidad y la barbarie, porque es la impunidad
y la barbarie la que está en juego, nos atacan desde la manipulación el odio y
la rabia, desde el rencor, la corrupción y la mentira así como desde la furia y
la venganza porque son, precisamente, estas cosas las que les mantienen donde
están. Nuestros opositores; estafadores y mesnaderos de conquistadores
foráneos, saben que su existencia ilegitima y deplorable puede llegar a su fin,
y como tal, son muy conscientes de que les va la vida en ello.
Pedir
respeto en estos tiempos es casi extravagante y aun así el dilema es
precisamente para nosotros: Nuestros adversarios lo tienen muy claro y su
posición es evidente, ahora bien ¿Qué podemos hacer nosotros? No podemos ser como
ellos, sin embargo ¿Tendremos que jugar su juego? Y si no podemos, ¿Cómo nos
defendemos, cómo en fin, les atacamos? Sería fácil decir “mediante la ley” pero
ésta aún en gran medida no existe como tal dado que nos enfrentamos a gentes
que (aunque quebrado) permanecen envueltos de un halo intocable.
Este
halo se desvanece por cada ayuntamiento que pierden, cada comunidad que ya no
gobiernan, pero no se desmoronará por completo incluso en el momento en que
alcancemos el gobierno de la nación. Los medios son suyos y aún se atreven a
considerarse paradigma de la moral, cada palmo, cada pequeño espacio que nos
han robado no lo abandonarán sin resistencia.
En
cualquier caso, lo interesante es que estas cosas terribles que ya habíamos
visto en otras tierras así como en nuestro propio pasado las estamos viviendo
ahora en directo, teniendo en nuestras manos la posibilidad de intervenir
directamente sobre ellas hasta el punto de determinar su curso.
Ahora
bien, llegados a este punto a nosotros también nos va la vida en ello: Durante
los últimos años habíamos estado viviendo el desvanecimiento progresivo de la
última batalla que habíamos conseguido ganar en Europa -allá por el 45- y que
empezó a decaer allá por el 92. Desde entonces hasta ahora nuestros adversarios
habían llevado su venganza tranquilamente, seguros de que habían ganado pero
con prudencia, no fuera a ser que nos volviéramos a levantar.
Pues
bien, esto es lo que finalmente hicimos precisamente en el punto en que ellos
mismos estaban más seguros de su victoria final, precisamente en el punto en
que ya no podían echarse atrás pues habían dado vía libre a su corrupción más
allá de lo rectificable, (saben que si gobernamos no les queda más futuro que
la restitución de lo robado y la prisión). Con lo cual, la prudencia relativa
que habían estado llevando hasta ahora, puestos a luchar, carece ya de sentido,
saben que una vez la guerra ha comenzado, si ganan, ya no tendrán nada que
temer durante una buena temporada.
Con
lo cual, definitivamente, cada paso que hemos estado dando, y los que vendrán,
no dejarán de mostrarnos cada vez un panorama más desolador; cada pequeño
avance que consigamos en pos de nuestros objetivos no irá más que mostrándonos
lo equivocados que estábamos con respecto a la viabilidad de nuestras
expectativas, lo engañados que nos tenían sobre el mundo que pretendíamos
cambiar.
Queríamos ser reformistas –ya que pensábamos que la reforma era la única
revolución posible- pero llegados a este punto nos damos cuenta de que en
realidad queda muy poco que reformar, que sólo nos quieren dejar ruinas y que
no hay paz ni espacio posible para una normalidad democrática. Ahora deberemos
resistir su envite pretendiendo defender algo que no ha existido más que como
farsa como es el estado, la constitución y las leyes.
¿Acaso
no fue éste el problema del Chile de Allende? No es además el problema en
Venezuela? Una curiosidad al respecto que podemos observar es como la
repetición sobre los males y los ataques de nuestros adversarios sobre
Venezuela en realidad remarcan una advertencia que quizás no habíamos querido
ver: “Si pretendéis tomar las instituciones como hicisteis en Chile o Venezuela,
nosotros procuraremos reventarlas como hicimos allí, utilizaremos todos los
medios de comunicación en vuestra contra como hicimos allí e intentaremos
constantemente golpes de estado, destruiros la vida y la moral, dinamitar el
estado e impedir la paz social como hicimos allí. Somos nosotros los que
queremos 'bolivarianizar' España, somos nosotros los que pretenderemos llevaros
a límites en los que no podáis legislar con normalidad y tengáis que recurrir
constantemente a métodos dudosos para mantener la estabilidad del país, somos
nosotros, en fin, los que haremos todo lo posible por destruir España si es que
finalmente no está en nuestras manos.”
Tengamos
esto muy en cuenta, lo que ocurra en las próximas elecciones determinará
probablemente los próximos 40 años de historia, durante los cuales, si ganamos,
tendremos que ser los fundadores de un país en ruinas. Quizás sea el momento de
alguna otra de esas buenas ideas, inimaginables, que nos han traído hasta aquí.