Es
bien sabido que con el triunfo de la Revolución Cubana en 1959 América Latina y
el Caribe reanudaron su marcha hacia su Segunda y Definitiva Independencia. El
ascenso de Hugo Chávez a la presidencia de lo que luego sería la República Bolivariana
de Venezuela es usualmente considerado como el segundo hito en esta larga
marcha. Esto es indudable, pero pasa por alto una importantísima etapa
intermedia, breve pero de enorme importancia: la que aportara el gobierno de
Salvador Allende y la Unidad Popular en Chile, entre 1970 y 1973 y que es
imprescindible rescatar del olvido en que ha sido sepultada por el inmenso
aparato propagandístico de la derecha tanto dentro como fuera de Chile.
Allende
llega al Palacio de la Moneda con un programa de gobierno que nada tiene que
envidiar al que luego procurarían implementar -en un contexto internacional,
económico y político mucho más favorable- los gobiernos bolivarianos de
Venezuela, Bolivia y Ecuador.
Hombre
de inconmovibles convicciones socialistas Allende no demoró un segundo en
aplicar el programa de la UP, adoptando trascendentales medidas como la
nacionalización de las riquezas básicas de Chile: la gran minería del cobre,
hierro, salitre, carbón y otras, en poder de empresas extranjeras –entre ellas
los gigantes de la industria cuprífera: la Anaconda Copper y la Kennecott- y de
los monopolios nacionales. Con una inversión inicial de unos 30 millones de
dólares al cabo de 42 años la Anaconda y la Kennecott remitieron al exterior beneficios
superiores a los 4.000 millones de dólares.
No
contento con esto Allende nacionalizó casi la totalidad del sistema financiero
del país: la banca privada y los seguros, adquiriendo en condiciones ventajosas
para su país la mayoría accionaria de sus principales componentes. Nacionalizó
a la International Telegraph and Telephone (IT&T), que detentaba el
monopolio de las comunicaciones y que antes de la elección de Allende había
organizado y financiado, junto a la CIA, una campaña terrorista para frustrar
la toma de posesión del presidente socialista. Recuperó la gran empresa
siderúrgica, creada por el estado y luego privatizada. Aceleró y profundizó la
reforma agraria, que con su predecesor democristiano había avanzado con pasos
lentos y vacilantes.
Una
casi olvidada ley de la fugaz República Socialista de Chile (4 de Junio-13 de
Septiembre de 1932) facultaba al presidente a expropiar empresas paralizadas o
abandonadas por sus dueños. Se constituyó un “área de propiedad social” en
donde las principales empresas que condicionaban el desarrollo económico y
social de Chile (como el comercio exterior, la producción y distribución de
energía eléctrica; el transporte ferroviario, aéreo y marítimo; las
comunicaciones; la producción, refinación y distribución del petróleo y sus derivados;
la siderurgia, el cemento, la petroquímica y química pesada, la celulosa y el
papel) pasaron a estar controladas por el estado.
Todo
esto hizo Allende en los pocos años de su gestión, aparte de crear una gran
editorial popular, Quimantú, para acercar la cultura universal a chilenas y
chilenos y de devolver la dignidad a un pueblo por décadas sometido al yugo de
una feroz oligarquía neocolonial.
Y
todo, absolutamente todo, lo hizo el gobierno de la UP sin salirse del marco
constitucional y legal vigente, pese a lo cual la oposición: la vieja derecha
oligárquica y sectores progresivamente mayoritarios de la democracia cristiana
se arrastraron sin el menor recato por el fango de la ignominia, arrojando por
la borda su (siempre escaso) respeto por las normas democráticas para funcionar
como agentes locales de las maniobras criminales de la reacción imperialista.
Aquéllas
habían sido desatadas por Washington la misma noche del 4 de Septiembre de
1970, cuando aún se estaban contando los votos que darían el triunfo a la UP.
Furioso, el bandido de Richard Nixon, ordenó sabotear a cualquier precio al
inminente gobierno de Allende. El asesinato del general constitucionalista René
Schneider, poco antes que el Congreso Pleno ratificara su triunfo, fue apenas
el primer eslabón de una tétrica cadena que con la dictadura de Pinochet
sembraría muerte y destrucción en Chile.
La
permanente solidaridad de Allende con la Revolución Cubana y con todas las
causas emancipatorias de la época, antes y después de asumir la presidencia,
fue otro de los factores que encendió las iras de la Casa Blanca y su
terminante decisión de acabar con él. En 1967, y en su calidad de Presidente
del Senado de Chile Allende había acompañado en persona a Pombo, Urbano y
Benigno, los tres sobrevivientes de la guerrilla del Che en Bolivia, para
garantizar su seguro retorno a Cuba. Por eso el desafío que planteaba el médico
chileno: la construcción de un socialismo “con sabor a vino tinto y empanadas”,
precursor del socialismo del siglo veintiuno, era visceralmente inaceptable
para Washington y merecedor de un ejemplar escarmiento. Especialmente cuando el
imperio, agobiado por la inminencia de una derrota catastrófica en Vietnam,
sentía la necesidad de asegurar la incondicional sumisión de su “patio trasero”.
Pero
Allende, un marxista sin fisuras, no cedió un ápice, ni en sus convicciones ni
en las políticas que perseguía su gobierno. Y lo pagó con su vida, como lo
dijera en su alocución final por radio Magallanes ese aciago 11 de Septiembre
de 1973. Y este 26 de Junio, al cumplirse 110 años de su nacimiento, se impone
un sentido homenaje a esa figura universal, querible e imprescindible de la
Nueva América, el gran precursor del ciclo de izquierda que se iniciaría en
diciembre de 1998 en Venezuela.
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