El
PSOE del “Somos la Izquierda” que lidera Pedro Sánchez ha plantado a sus socios
de moción de censura y se ha emparedado con el PP “aznarista” de Pablo Casado y
Ciudadanos. Tres en raya para tumbar una comisión de investigación
parlamentaria sobre los negocios del Rey emérito Juan Carlos I. La “razón de
Estado” decimonónica en favor del Borbón reinstaurado por la dictadura
prevalece una vez más sobre la protección de derechos fundamentales. Esta es la
pequeña historia del porqué en los dominios de la corrupción que afectan a la
Corona nunca se pone el sol.
El
Régimen del 78 no es una democracia integral ni permanente. Su legitimidad es
pendular y arbitraria. Depende del operador político que lo maneje. Una
consecuencia directa de su constitución híbrida. En parte inspirada en el
principio democrático (uno para todos) y en otra parte en el principio
monárquico (todos para uno). Por un lado está el “atado y bien atado”
franquista que designó un jefe de Estado a título de Rey en la persona del
Borbón de su cuerda (elegido en 1975, antidemocrática y
pre-constitucionalmente). Y de otro, el impulso errático de los partidos de la
oposición que buscaban el cambio y pactaron reiniciar. Ambas trayectorias se
encontraron en la tierra de nadie del consenso a pachas. Un bando poniendo como
excusa el tremendismo fratricida de “no volver a las andadas”, y el envés
justificando su claudicación con el no menos peregrino argumento de la
“correlación de debilidades”. La acumulación originaria.
Eso
en la teoría. Porque en la práctica el principio monárquico prevalecía sobre el
principio democrático en el diseño realizado para armar la inverosímil
transición de una dictadura a una democracia. El imputado Soberano era el
árbitro inapelable al que competía decidir el signo de la jugada en los
momentos cruciales del partido. De ahí que la Constitución española sea una
constitución intervenida, confiscada, borboneada. Hasta rozar el ridículo y la
incongruencia. Así, el artículo 14 que garantiza la igualdad de los españoles
ante la ley sin que “pueda prevalecer discriminación alguna” se ve relativizado
y cuestionado por el machista artículo 57, punto 1, que privilegia al varón
sobre la mujer en la línea sucesoria de la monarquía. Prueba fehaciente de su
carácter autorreferencial y no representativo.
No
es que carezca de la clásica separación de poderes, sino que todos esos poderes
en última instancia son un destilado de la causa monárquica. Y ello porque así
figura en su texto. Desde el momento en que el Rey, persona afecta de inmunidad
política y jurídica de manera vitalicia (Art. 56,3 CE), es el Jefe del Estado,
y que esa misma irresponsabilidad asumida puede ser transmitida en herencia
(como los bienes raíces) a sus descendientes, toda la pretendida arquitectura
democrática interna se cuartea. Y por si fuera poco, ese Ser Supremo, que en el
relato oficial reina pero no gobierna, ostenta la jefatura de las Fuerzas
Armadas (Art. 62, h CE). Otro caudillo a divinis.
Con
esta escala de valores, el resultado es una concentración de poder en el
titular de una monarquía (Art.1, 3 CE) nunca refrendada en referéndum por el
verdadero pueblo soberano, insertada en una constitución que alumbró a la vida
social sin parto constituyente. De esta manera, la unidad de la nación, cuya
“indisolubilidad” (Art. 2 CE) se remite a la tutela de los Ejércitos (Art. 8
CE), queda confinada como una prerrogativa exclusiva y excluyente del monarca.
Solo así se entiende que la exigencia de autogestión de una parte del pueblo
catalán y la petición de investigación parlamentaria sobre los negocios
offshore del Rey honoris causa se hayan estrellado contra el sagrado de su
divinidad. La custodia compartida sobre la monarquía históricamente ejercida
por PP y PSOE, ahora con la asistencia de Ciudadanos, impide que la
racionalidad se abra paso frente al pensamiento mágico que condiciona nuestro
statu quo.
De
esta manera, la Constitución estrictamente considerada institucionaliza una
limitación de poder para la ciudadanía y al mismo tiempo un poder ilimitado
para el Rey. ¿Una Constitución de suma cero? La soberanía del pueblo español,
bastión de toda legitimidad, cede su puesto al Soberano, y en su nombre a todos
los de su augusto linaje. La cuadratura del círculo. Eso lo saben todos los
constitucionalistas, pero la gran mayoría otorga para que la realidad no les
estropee su bonita historia cortesana. Solo algunos proscritos se atreven a
recuperar aquel “delenda est monarquía” con que Ortega y Gasset atronó a la
sociedad española de 1930 desde las páginas del diario El Sol.
Monarquía
y democracia suponen un imposible jurídico y político que solo se conjugan al
unísono para validar intereses inconfesables. Esta es la tesis sostenida por el
catedrático de Derechos Constitucional Carlos de Cabo en su apuesta
republicana. “Se trata de una patología histórica”, afirmó durante una
conferencia en la Universidad de Alicante. Añadiendo a continuación con toda
lógica: “y en consecuencia ni siquiera debería someterse a referéndum”.
Pues
la dinastía reinstaurada en el Régimen del 78 no solo soporta un producto
tóxico de alcurnia sino que además está representada por un auténtico quinqui
del dinero. Un “avida dollars”, como Breton calificó a Dalí por su mentalidad
usurera. La diferencia es que el genio de Port-Lligat se lo podía permitir sin
sablear al prójimo, mientras la fortuna de Juan Carlos tiene todas las trazas
de proceder de bribonadas sin cuento. Se dirá que en el fondo no deja de ser un
privilegio añadido a su condición de intocable. ¿Pero debe un pueblo que se
pretende democrático mirar para otro lado cuando desde lo más alto impera el
derecho de pernada? Si uno no se respeta a sí mismo, nadie te respetará. Por
eso los ángeles custodios del bipartidismo ha estado cubriendo las fechorías
reales es incompatible con un Estado de Derecho. Un Soberano latrocinio.
Decía
Ortega en el famoso artículo: <<El Estado tradicional, es decir, la
Monarquía, se ha ido formando un surtido de ideas sobre el modo de ser de los
españoles. Piensa, por ejemplo, que moralmente pertenecen a la familia de los
óvidos, que en política son gente mansurrona y lanar, que lo aguantan y lo
sufren todo sin rechistar, que no tienen sentido de los deberes civiles, que
son informales, que a las cuestiones de derecho y, en general, públicas,
presentan una epidermis córnea>>. Y aunque ha pasado casi un siglo desde
que el filósofo hiciera el retrato robot del “error Berenguer”, el estigma de
súbditos debe persistir vista la impenitente custodia compartida que el duopolio
dinástico ejerce sobre el Rey emérito y su extensa y cleptómana grey.
Con
su cínico juego de patriotas, el turnismo de PP y PSOE pretende levantar un
dique artificial para represar el malestar de la gente ante tan supina
desvergüenza. No vaya a ser que los ciudadanos despierten de su letargo y se
les ocurra volver por sus fueros: cuando ganó las elecciones municipales de
1931 una amalgama de partidos antimonárquicos provocando la llegada de la
Segunda República.
En
pocas palabras. El Régimen del 18 de Julio que en 1978 incrustó la monarquía
borbónica en la sociedad española, arrastra desde la pila bautismal un rancio
déficit democrático, y adolece de las prerrogativas nítidas que deben acompañar
a todo sistema verdaderamente constitucional (Jellinek, Kelsen, etc.), como son
las de racionalidad y el Estado de Derecho (una jerarquía de normas producidas
desde el demos de general cumplimiento). Así determinado, y dado su carácter de
“obediencia debida”, cabría decir que el Rey es un impuesto más “im-puesto” a
los españoles. Solo que ilegal por confiscatorio, que son las contribuciones
expresamente prohibidas en la Constitución (Art. 31 C.E.). Aparte de no
“contribuir al sostenimiento de los gastos públicos”, como dicta sin reservas
el citado texto.
Toda
la pirotecnia utilizada para sacar la momia de Franco del Valle de los Caídos
queda en salvas de ordenanza cuando se trata de arropar a su heredero político
para esconder los apestosos negocios de Zarzuela. El muerto al hoyo y el vivo
al bollo. Si como dijo el sociólogo francés Burdeau en la cita de presentación,
un Estado solo existe porque es pensado, un Rey en una democracia solo existe
en los cuentos de hadas. O en nuestra agradecida distopía de cada día. De
aquellos polvos (Corinna, Marta Gayá, Barbara Rey, Olghina de Robilant y demás
figurantes) vinieron estos lodos (constitucionales).