Diferentes
estudios ponen de manifiesto que el consumo medio de televisión en España está
situado en cuatro horas al día. Los jóvenes comprendidos entre 16 y 24 años de
edad pasan casi cinco horas entre la pantalla del televisor y su teléfono móvil
a partes iguales.
Sigamos
con otras estadísticas significativas. El 35 por ciento de los españoles no lee
nunca o casi nunca un libro frente al 30 por ciento que coge un libro todos o
casi todos los días, que junto al 35 por ciento que toma alguna vez un libro al
trimestre arrojan una media de aproximadamente 9 libros leídos al año. En
Finlandia, las encuestas indican que la media de libros leídos anualmente por
cada habitante se eleva a cerca de 50 títulos.
Otro
dato importante referido a España es que solo una de cada tres personas se
informa a través de la prensa escrita o digital, siendo el periódico más
consultado el diario deportivo Marca, del que es fan ilustre Mariano Rajoy.
La
panorámica descrita a grandes trazos traslada la idea de que la televisión es un
hecho cultural de primera magnitud, tanto como única vía de información como
alternativa de ocio y entretenimiento preferente para amplias capas de la
población española. Lo que vemos por televisión tiene una enorme capacidad para
ahormar conciencias de modo ideológico y para crear consensos políticos
favorables a las tesis del orden establecido.
A
la búsqueda de formatos espectaculares de éxito masivo, las cadenas de
televisión ensayan fórmulas novedosas que van de la barbaridad a la desmesura.
Todo cabe para abrir de par en par los ojos del telespectador aburrido y
cansado de las rutinas cotidianas: ridiculizar a los concursantes o someterlos
a pruebas aberrantes. No hay barreras éticas ni mesura razonable si el
resultado es un índice de audiencia in crescendo.
A
tenor de lo dicho, la información meteorológica no cabría en esta descripción
sumaria de los hechos relatados. Sin embargo, el inocuo espacio del tiempo se
ha ido desgajando de los telediarios para hallar un rincón propio estelar a la
cola de las noticias diarias. Estamos ante una excepción rara de las parrillas
televisivas pero de gran impacto en la audiencia, demostrado por las
inserciones en publicidad de las principales firmas del sector de la energía y
otras de consumo general.
Mucha
gente, de hecho, prescinde de las malas o complejas noticias informativas para
sentarse con fidelidad ante el programa específico del tiempo actual y las
previsiones a corto plazo. Algunos presentadores, incluso, se han convertido en
pequeñas estrellas de la constelación de la fama televisiva.
Una
sucinta y equilibrada información de la meteorología diaria no llevaría más de
cinco minutos, probablemente menos, no obstante ahora entre los espacios
matutinos, vespertinos y nocturnos el consumo ofrecido real supera los 60
minutos, una franja que rinde pingües beneficios a los accionistas de las
cadenas y mantiene en un círculo vicioso de debilidad mental al telespectador
asiduo que recibe como noticias lo obvio: que en invierno nieva, en primavera
llueve, en verano hace calor y en otoño se caen las hojas de los árboles.
La
parafernalia que se utiliza es psicodélica: mucho color, muchos movimientos en
apariencia científicos, mucha verborrea entre coloquial y levemente técnica e
imágenes impactantes de algún fenómeno atmosférico fuera de lo común en
cualquier confín del mundo, regado por refranes tradicionales y algún
comentario, reportaje o entrevista de aires bucólicos o rurales.
Esta
maravilla del tiempo cautiva a una gran audiencia. Lo realmente relevante en
términos políticos y sociales queda eclipsado por las noticias recurrentes y
ampulosas del tiempo de hoy mismo, algo que estamos sintiendo en primera
persona desde que hemos puesto pie en tierra por la mañana. La televisión nos
da la oportunidad de compartir una emoción secundaria compartida con una
inmensa mayoría. Además, algunos telespectadores participativos retratan su
entorno, amaneceres, bellos paisajes con niebla, ríos que se desbordan,
anocheceres de luna llena, como anónimos artistas de lo evidente.
Anclados
al tiempo y sus versiones archiconocidas, amplificadas por la imagen retórica
de la pantalla del televisor, olvidamos de repente la cruda lucha de cada
jornada y los acontecimientos principales del pueblo, la ciudad, el país y el
mundo. Las noticias empaquetadas del tiempo son el refugio perfecto y no
ideológico en el que guarecernos de las inclemencias de la vida cotidiana.
Tras
enterarnos en primicia doméstica que mañana entrará una borrasca por donde
siempre, tenemos la sensación dulce de que todo está en su sitio. La normalidad
de lo obvio y evidente es una medicina formidable para calmar nuestras propias
ansiedades. El efecto secundario estriba en que desconectamos de la realidad
que nos acucia. De ahí, al margen del rendimiento publicitario, que el tiempo
sea un recurso ideológico extraordinario para mantener el statu quo social y
político dentro de unos parámetros aceptables para las elites y la sociedad
neoliberal.
Su
contribución es casi invisible. ¿Quién puede pensar que el inofensivo tiempo
meteorológico también cumple un cometido ideológico de desvío de la realidad y
de edulcorante de mentes acosadas por la precariedad vital del neoliberalismo?
Nadie o casi nadie; esa es la inquietante verdad que debemos asumir… como
propia.
Otra
cosa en las antípodas del tiempo es la proliferación de programas relacionados
con la gastronomía. Primero fueron los espacios dedicados a la ama de casa como
una ayuda gratis e inestimable para enseñarles trucos de cocina y nuevos menús
para ensanchar su sabiduría culinaria.
El
último hito son los concursos de aspirantes a cocineros profesionales. Pura
competición capitalista en su esencia bajo un formato que reproduce casi todos
los elementos intrínsecos a una relación laboral en el mundo real. También
destila todos los ingredientes del orden social en vigor, entre otros, el éxito
y la fama a toda costa caiga quien caiga en mi empeño particular y egoísta de
conquistar la cima o el estatus ambicionados y la idolatría esclava a unos
personajes ilustres convertidos en ídolos icónicos a emular, los ególatras
chefs sobrevalorados por los medios de comunicación.
De
una nimiedad existencial, todos debemos alimentarnos, se hace un castillo de
naipes excelso y presuntamente exquisito: todos podemos alcanzar la vitola de
artista de los fogones. El asunto es popular, inserto en las tradiciones de
cualquier sociedad. Los tópicos al uso se transforman en televisión en
costumbres de una inmensa riqueza creativa y chabacana.
Sin
embargo, los más importantes ingredientes no residen en las recetas sino en el
envoltorio del programa, que pasan casi desapercibidos dentro del espectáculo
total de la escaleta de cada capítulo.
Los
concursos gastronómicos actuales reproducen los esquemas de la sociedad a la
que van dirigidos. Unos atesoran el saber, los jueces del evento, y otros, los
animosos concursantes, se entregan a su afición íntima desde la ignorancia o el
error. Como en el mundo laboral de empresarios y asalariados.
Se
escenifica en todo momento una relación o binomio del que jamás se puede salir
o mantener una actitud crítica. Desde un paternalismo zafio, los chefs emiten
juicios severos sobre el trabajo de los aspirantes sin posibilidad de crítica o
enmienda, mientras que a los concursantes les está asignada por guion una
actitud servil de alumno permanente. La aceptación del orden jerárquico resulta
incuestionable como en el sistema educativo oficial, una escuela en el fondo de
sumisión calculada al orden normalizado.
A
ojo y en cuestión de segundos el veredicto de los jueces marca una frontera
infranqueable, a un lado los ganadores o aptos, al otro los derrotados o
inútiles que se quedan a medio camino de sus sueños o delirios de grandeza.
Y
en esa competición, el camino está plagado de obstáculos y de pruebas en que
todos compiten contra todos: vale también poner zancadillas sutiles al
contrincante para sacar ventaja en el juego, prefigurando una moral capitalista
del llegar a ser individualista frente al esfuerzo mancomunado de varias mentes
y manos por llevar a cabo un mismo proyecto colectivo.
El
espíritu de sacrificio del concursante no ha de tener límites. Debe
prosternarse antes los consejos y sentencias inapelables del chef convertido en
un juez supremo sin asomo de rebeldía razonada. Igual actitud hay que mantener
en la sociedad capitalista. En la cúspide solo hay lugar a los más aptos y los
más aptos son los más sumisos y los que mejor interiorizan el orden
estratificado por títulos, certificados y parabienes otorgados por los que
ostentan el saber hacer oficial.
Después
de ver un programa-concurso de gastronomía desde el cómodo sofá del salón, nos
enteramos que todo es negocio: los becarios de los grandes chefs no cobran ni
un duro por su trabajo esclavo de los restaurantes de mayor postín, aquellos
donde suele cobrase por cubierto hasta 300 euros o más. Eso sí, los chefs de
lujo saben tanto que da gloria escuchar sus excelsas palabras como oráculos de
la verdad absoluta.
Ya
hay auténticos forofos ultras de las borrascas y los fogones. Alrededor de
ambos fenómenos televisivos se cuecen factores psicológicos, sociológicos,
culturales e ideológicos de enorme profundidad que merecerían un análisis o
estudio más detallado.
Alguien
podría aducir que tanto el tiempo como las cocinas son temas inocuos, limpios y
transparentes de escasa o nula incidencia política. Correr 22 jugadores tras
una pelota para intentar marcar un gol también parece un hecho banal o
intrascendente. Y ya nadie duda que el fútbol es un gigantesco evacuatorio de
la problemática social y política a escala internacional.
El
neoliberalismo transita por nuestras arterias y venas como un fenómeno casi
natural. Aceptamos elefante como animal de compañía sin inmutarnos. Las
convenciones son así, de textura superficial inocua y trivial, pero forman el
tejido social que determina nuestra existencia.
De
las mayorías silenciosas que no leen nunca o casi nunca y son hooligans de la
televisión sacan millones de votos las opciones políticas de la derecha y sus
conmilitones en las sociedades neoliberales del consumo y el espectáculo
abierto 24 horas. Y tú lo sabes.
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