martes, 11 de septiembre de 2018

A FELIPE VI LE ENCANTAN LAS BATALLAS


Sus majestades los reyes católicos nuestros señores, que Dios guarde, viajaron el pasado 19 de julio de 2018 a Bailén, para celebrar los 210 años de la batalla librada en la localidad contra el ejército del rey José I. A nuestros actuales soberanos les gustan mucho las batallas. Las que describió Góngora en un verso que citaba Verlaine con regodeo: “A batallas de amor, campo de pluma.” En el Ayuntamiento el alcalde, Mariano Camacho, les entregó la llave de oro de la ciudad, dándola por cautiva y desarmada ante la presencia real. También visitaron la iglesia de la Encarnación, para contemplar el panteón del general Castaños, vencedor de la batalla. Como diría Bertolt Brecht, al general le ayudaría alguien, aunque toda la gloria se le achaque a él exclusivamente.
Pero José Bonaparte era el rey legítimo de España, por cesión de los dos indignos monigotes borbónicos que se disputaban el trono. El segundo hijo de Carlos III, llamado como su padre, fue jurado heredero el 19 de julio de 1760, porque el primogénito era subnormal profundo. También él padecía las taras congénitas en los borbones, pero se le notaban menos.
Los vasallos estaban acostumbrados a la locura familiar, heredada del primer fatídico Borbón, Felipe V. Una demostración de su idiotez la materializó al casarse con su pariente María Luisa de Borbón Parma, que disfrutó de los favores de toda la guarnición de palacio antes de quedar prendida en los encantos de Manuel Godoy. Para justificarse lo elogió ante su marido, que también perdió la cabeza por aquel joven de 25 años y le nombró secretario de Estado, lo que hoy es el jefe del Gobierno, y le concedió el ducado de la Alcudia con grandeza de España, primero de los títulos que acumuló, aunque para el pueblo fue siempre El Choricero.
Los borbones acostumbran a otorgar ducados, con grandeza o sin ella, a los seres más viles de su reino. Además le casó con su prima María Teresa de Borbón y Vallabriga, condesa de Chinchón, para justificar su familiaridad con el favorito con el inútil propósito de no despertar sospechas.
Los escándalos de la Corte servían de mofa en verso y en prosa, por lo que el pueblo deseaba terminar con la corrupción derribando al trío. En la madrugada del 17 de marzo de 1808 el pueblo asaltó el palacio de Godoy en Aranjuez, en donde descansaba la Corte, y destruyó sus pertenencias, sin conseguir encontrar al favorito porque se ocultó dentro de una alfombra enrollada.
De allí los revolucionarios se dirigieron al palacio real, para exigir la destitución del favorito, lo que prometió hacer un acobardado Carlos IV, que vivía atemorizado desde que conoció el trato dado en Francia a su pariente Luis XVI. El 19 fue arrestado Godoy, al tener que salir de su encierro por necesidad, y el rey decidió evitarse más sustos abdicando en su presunto hijo Fernando, que no lo era, según él mismo contaba.
El pueblo de Aranjuez entonces, y toda España al saber a noticia, aclamaron a Fernando VII, al que suponían bien preparado para asumir esa herencia, y unas virtudes de honradez y decencia nunca vistas en un Borbón. El pueblo suele engañarse ante las apariencias.
Ya había entrado en España el ejército de Napoleón Bonaparte, con autorización de Carlos IV por consejo de Godoy, a quien solamente le faltaba un título, el de rey, y pretendía alcanzarlo. Persuadió a Carlos IV sobre la conveniencia de firmar con el emperador de los franceses un tratado, conocido como el de Fontainebleau, el 27 de octubre de 1807, mediante el cual se autorizaba el paso del ejército francés por España para que invadiese a Portugal. Una vez conquistado se dividiría en tres partes, y la del Sur se le daría a Godoy con el título de príncipe de los Algarves.
El ejército francés no invadió, por tanto, suelo español, sino que entró con permiso real. La historia lo demuestra sin la menor duda. Los reyes y el favorito le invitaron a pasar con todas las garantías. Lo que no esperaba el trío de Madrid es que Napoleón tuviera sus propios planes, y que además de Portugal quisiera apoderarse de España, por el momento, como después de toda Europa.
Napoleón designó como su lugarteniente al mariscal Murat, quien llegó a Madrid el 22 de marzo. Dos días después lo hizo Fernando VII, entre las aclamaciones del pueblo, que veía en él a un libertador de las corrupciones de sus padres, o al menos de su madre, porque la paternidad se discutía, dada la conocida liviandad de la reina, debido a que era Borbón también. Necesitaba que las Cortes reconocieran la abdicación de su padre y le proclamaran sucesor a título de rey.
El proyecto se le complicó, porque el abdicado Carlos IV escribió a Murat para explicarle que la abdicación era inválida, porque fue forzada. El mariscal informó al emperador de las disputas entre el hijo y su presunto padre, y el emperador supuso que el pueblo español estaría deseando libarse de aquella pandilla degenerada.
Se equivocó, el pueblo español se hallaba fanatizado por la predicación de curas y frailes, opuestos a Napoleón a consecuencia del maltrato dado a su papa Pío VII, al privarle de sus poderes temporales como rey de Roma, y llevarlo preso a París para que oficiase la ceremonia en que él mismo se coronó como emperador el 2 de diciembre de 1804. Con ese precedente temían perder sus seculares privilegios con los borbones.
En consecuencia, Napoleón puso en marcha un plan, que consistía inicialmente en reunir en Bayona a toda la familia irreal española. El 10 de abril inició el viaje Fernando VII muy complacido, ya que esperaba conseguir la aprobación del emperador de los franceses a su dudosa titularidad como rey de España. Sus consejeros intentaron disuadirle de cruzar la frontera, porque sospechaban que las intenciones imperiales no eran afables, pero no les hizo caso. El 30 llegaron Carlos y María Luisa, también muy esperanzados de convencer al emperador de que la abdicación no era válida. Debía seguirles el resto de la familia irreal borbónica.
Sin embargo, el 2 de mayo, cuando iba a subir a un carruaje el infante Francisco de Paula, apodado en la Corte “el del abominable parecido”, porque era el retrato a tamaño reducido de Godoy, el pueblo madrileño quiso impedirlo, y con ese gesto dio lugar a la guerra entre los ejércitos de Francia y España en territorio español, que nunca debió ser.
Ese mismo 2 de mayo de 1808 Carlos IV explicaba a Napoleón su teoría sobre los sucesos de Aranjuez, y el emperador le confirmó como rey legítimo de España. Por poco tiempo, ya que al día siguiente cedió a Napoleón sus derechos al trono español. El día 6 Fernando VII renunció a sus derechos a la Corona a favor de su padre, de modo que Napoleón adquiría legítimamente el título de rey de España, por cesión de los dos reyes en litigio. El día 10 Napoleón designó a su hermano José como rey de España, en un acto absolutamente legal. Dado que España carecía de una Constitución, se regía por usos y costumbres.
Precisamente una de las primeras tareas puestas en marcha por el rey José I consistió en reunir en Bayona a unos notables españoles, se calcula que 93, para que elaborasen el primer texto constitucional de España, entre el 15 de junio y el 7 de julio de ese año de 1808. Se miente al decir que la primera Constitución fue la de Cádiz de 1812, porque la de Bayona es cuatro años anterior, encargada por José I.
El 8 de julio las Cortes Constituyentes, terminado su trabajo, celebraron una sesión solemne en Bayona: José I juró fidelidad al texto, convirtiéndose así en el primer rey constitucional de España, y los diputados le juraron fidelidad. En el mismo acto el rey legítimo dio a conocer los nombres de los ocho secretarios que formarían su primer Gobierno. El exrey Fernando de Borbón se apresuró a enviar su felicitación al iniciador de la nueva dinastía bonapartista.
El día 20 entró en Madrid el rey José I, ante la frialdad de la población, azuzada por las predicaciones de curas y frailes. Tres días después una real orden amnistiaba a quienes tenían cuentas pendientes con la Justicia. No se podía pedir mejor comienzo para un reinado.
Y no obstante el fanatizado pueblo español rechazó a José I, apodado El Intruso porque era francés, como si el iniciador de la dinastía borbónica, Felipe V, hubiera nacido en Castilla: fue siempre francés, no se dignó aprender el castellano ni interesarse por las costumbres hispanas, lo que obligó a los cortesanos a aprender el francés y los usos franceses, por lo que al siglo XVIII español se le califica de afrancesado. Y además padecía neurosis, tuvieron que encerrarlo en una habitación en la que permaneció desnudo y pegando alaridos hasta su muerte. Sus taras fueron heredadas por sus sucesores, lo que incapacita a la dinastía borbónica para reinar.
Por el contrario, José I era simplemente un hombre normal, superior por eso a todos los borbones juntos. Como imbuido del espíritu de la Revolución Francesa creía en su divisa de libertad, igualdad y fraternidad. Quiso modernizar a Madrid, y para ello ordenó derribar algunos de los innumerables conventos e iglesias existentes y no construir en los solares, por lo que fue apodado Pepe Plazuelas.
También le llamaban Pepe Botella, acusándolo de beodo, una falsedad, debida a un incidente ocurrido cuando la intendencia francesa viajaba a Madrid: un carro que transportaba toneles de vino para la tropa sufrió un accidente, lo que motivó que fueran requisadas barricas de los cosecheros riojanos, con su indignación comprensible al sufrir una merma en su negocio, por lo que en venganza difundieron el embuste de que el rey era un borracho. La historia demuestra que era sobrio, a diferencia de los borbones, excesivamente aficionados a los licores más caros, que a ellos les salen gratis, y para los que construyen bodegas asombrosas, con arenas traídas de lugares exóticos para que se conserven a una temperatura ideal. Paga el pueblo.
En su corto reinado aprobó leyes sociales en beneficio de la sanidad, la educación y la justicia, lo que nunca hicieron los borbones porque nunca les ha importado la situación de sus vasallos. Intentó pacificar al país, haciendo propuestas muy sensatas a la Junta Central Suprema que organizaba la insurrección desde Sevilla, y a otras juntas provinciales, sin ser escuchado. Los junteros deseaban la guerra para echar a toda cosa al primer rey constitucional de España, simplemente porque tal era el deseo de la clerigalla.
Le apoyaron las mentes más libres del reino, los conocidos por ello como afrancesados, insultados por los retrógrados como traidores a España. Ocurrió exactamente lo contrario, los afrancesados pretendían modernizar a la triste España, hundida todavía en los horrores de la Inquisición, el sanguinario tribunal abolido por Napoleón nada más entrar en España.
Los afrancesados aceptaban el espíritu progresista de la Enciclopedia, les dolía la degeneración borbónica, pretendían modernizar la nación, erradicar el fanatismo, extender la cultura al pueblo, limitar el poderío de la Iglesia catolicorromana, y someter el poder real a la Constitución. Reconocieron al rey José algunos capitanes generales, mariscales de campo, generales, arzobispos, obispos, duques, condes, marqueses, la burguesía ilustrada, escritores, y también Francisco de Goya, quien retrató al nuevo rey y recibió de él en 1811 la Real Orden de España.
Es imposible calcular el número de españoles que reconocieron a José I. Según historiadores de la época, los españoles que atravesaron los Pirineos tras la derrota del ejército francés en la batalla de Vitoria, librada el 21 de junio de 1813, componían unas doce mil familias. Es de resaltar que entraron en Francia sin ninguna clase de bienes ni dinero, porque mientras sirvieron al rey José no habían pensado en enriquecerse. Por eso su situación fue muy delicada mientras duró su exilio.
Hubiera sido un gran rey, desde luego preferible a todos los borbones juntos, pero la insensatez de la mayor parte de los españoles quiso expulsarlo y lo consiguió. En cambio, acogieron con júbilo a Fernando VII, apodado en principio El Deseado, aunque enseguida su despotismo obligó a cambiar ese mote por el de Tigrekán, también por El Rey Felón, y más corrientemente por el de Narizotas con buen criterio, al observar sus retratos.
Se equivocaron los españoles al combatir para reponer en el trono a este sujeto indeseable, que se comportó desde su regreso como un dictador prepotente y genocida. Aunque él renunció voluntariamente al trono conseguido de una manera insólita, y aunque él se marchó por su gusto a Bayona, puso en marcha una venganza criminal contra quienes habían tenido algún cargo durante “los mal llamados años”. El 16 de abril de 1814 llegó a Valencia, donde fue recibido por la algazara popular. Continuó viaje hasta Madrid, aclamado con entusiasmo en todos los lugares por los que pasaba. El populacho, incitado por la clerecía, daba vivas al rey, a la religión y a la Inquisición.
Inmediatamente empezó a dictar órdenes para favorecer el absolutismo real, y perseguir implacablemente a los afrancesados y liberales. Por decreto del 4 de mayo declaró “nula y de ningún efecto la Constitución” de 1812. Por otro del 21 de julio restableció el tribunal de la Inquisición, a la vez que ordenaba devolver al clero los bienes que hubiera perdido durante el reinado de José I. Sucesivamente fue anulando todos los acuerdos tomados durante su retiro en Valençay.
        
         La represión afectó no solamente a los que aceptaron al rey José I, sino a cuantos habían intervenido en las juntas que tomaron el poder precisamente por no reconocer al Gobierno de José I, y a todos los tachados de liberales. Se culpa al mariscal Murat de haber ordenado el fusilamiento de un centenar de madrileños. Los fusilamientos del 3 de mayo son conocidos por todo el mundo culto, a causa del cuadro de Goya que los ha inmortalizado. Es una cifra trágica, pero resulta ridícula ante el número de españoles asesinados por orden de Fernando VII, que no están cuantificados, aunque suman miles. A los obispos, curas y frailes esas muertes no les inquietaban, porque servían para conservar el orden del que ellos se beneficiaban.
Algunos militares pretendieron poner fin a la tiranía absolutista, y se pronunciaron por la Constitución de Cádiz: el general Juan Díaz Porlier fue ejecutado en A Coruña; el comisario de Guerra Richard decapitado en Madrid; el general Luis Lacy ejecutado en Mallorca; el coronel Vidal falleció en la cárcel de Valencia cuando iba a ser ejecutado. Son los héroes de la resistencia contra la tiranía, que entregaron su vida por el afán de liberar a su patria de la opresión. La lista continúa durante el resto de la vida del asesino.
         Por defender el trono de este tirano sanguinario organizó una guerra el pueblo español, contra un rey democrático, civilizado, responsable, y ante todo poseedor de sus facultades mentales intactas. Es vergonzoso que se continúe llamando “héroes del 2 de mayo” a los imbéciles que atacaron al ejército francés llegado para liberarles de la opresión borbónica. El pueblo español combatió a quienes le traían la civilización europea y le sacaban de su atraso secular. Hubo que esperar hasta 1868 para que comprendiera su error, y organizase la Gloriosa Revolución contra la hija y sucesora del tirano, digna continuadora de su corrupción, aunque menos criminal.
         Se comprende que Felipe VI celebre el aniversario de la batalla de Bailén. Así puede ser hoy sucesor del fatídico Fernando VII. Y el pueblo español continúa ignorando su historia.

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