"Hay una grieta
en todo. Así es como entra la luz" Leonard Cohen
Tenía aún restos de sangre en la palma de sus manos. Cuando empezó todo, encontró a un compañero con un corte en la ceja. Taponó la herida con un viejo pañuelo y siguió corriendo. Ahora estaba acurrucado sobre aquella pared, solo, hambriento y con un fuerte dolor de cabeza. Le abrasaba un raspón sobre el costado y sentía que algo no encajaba bien en su hombro izquierdo. Reconocía un hematoma en su pierna y una hendidura en aquellos pantalones vaqueros que le regaló su madre en su último santo. Al encontrarlo, y mientras jugueteaba con su diámetro, pensó en ella, en su modo de ser tradicional, en su forma de amar incondicional, en lo preocupada que se sentiría en ese momento, sin saber dónde se encontraba su hijo. Sintió una fuerte congoja que hizo brotar una lágrima caprichosa por su mejilla, hasta perderse en la comisura de sus labios. Después pensó en que faltaría al trabajo, que perdería días de sueldo, que le resultaría más difícil llegar a fin de mes. Todo pareció ser un desastre de pronto. Entonces cerró los ojos.
Se
abrió la puerta. Alguien empujó a una mujer dentro de aquel habitáculo oscuro.
Cojeando, llegó hasta un rincón y apoyó su espalda contra la pared. Aún tenía
la respiración entrecortada. Trataba de recobrar el aliento mientras se acariciaba
el brazo derecho. Al descubrirlo, encontró un fuerte moratón que nacía sobre su
codo y moría en su muñeca. Sentía un dolor persistente en su tobillo izquierdo
que le recordaba a su adolescencia, cuando presumía de haber sufrido un
esguince que le permitió que su vendaje atrajera la atención de los amigos
durante un par de semanas. Y su pelo. Juraría que le habían arrancado de cuajo
parte de su larga melena negra. Aún no llevaba allí el suficiente tiempo como
para pensar en el miedo que estaría pasando su pareja, a quien perdió de vista
durante la estampida. Aún no había valorado que a la mañana siguiente no podría
acudir a esa entrevista de trabajo que había conseguido después de tanto tiempo
intentándolo. Aún no había previsto qué explicaría a su padre, que siempre le
advertía de que fuera con cuidado. Aún no había sentido ganas de llorar. Fuera de la comisaría, varias decenas de
personas pedían la liberación de los detenidos. La policía les pedía la
documentación y ellos no paraban de gritar, con la ilusión de que ese aliento
llegara hasta la celda en la que se encontraban los detenidos. Él y ella, un segundo después, consiguieron
descubrirse en la penumbra. Se miraron. Y sonrieron.
Él
se levantó del suelo como pudo y se acercó hasta ella. Después, se abrazaron
como dos hermanos que se reencuentran después de mucho tiempo; o tal vez como
una pareja de novios que ansía demostrarse comprensión; quizás, como dos
grandes amigos que omiten las palabras porque no resultan necesarias. Y como si
la luz de ese instante de complicidad traspasara todas las puertas cerradas que
les alejaban de la calle, una breve pero intensa ráfaga de viento sacudió a los
que se solidarizaban a las puertas de la comisaría, haciendo que a uno de los
agentes se le cayera de entre las manos el documento de identificación de uno
de ellos. Les habían detenido, sí.
Habían caído derrotados, es cierto. Pero habían luchado con todo su corazón.. una vez más
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