El Consejo de Ministros aprobó en su reunión del 20 de julio de 2021 enviar a las Cortes la Ley de Memoria Democrática, que entre otras disposiciones quiere reformar la condición legal de la basílica del Valle de los Caídos, el más enorme de los monumentos fascistas, erigido para conmemorar la victoria de los militares monárquicos sublevados contra la República, y que recobrará su nombre anterior de Cuelgamuros. La Iglesia catolicorromana española, que está siempre hermanada con el poder, ora monárquico, ora fascista, con la única excepción del período republicano, ha comenzado inmediatamente una campaña para que no le toquen la basílica del Valle de los Caídos, por considerarla suya, aunque fue construida por los presos políticos y pagada con los impuestos de todos los españoles.
El arzobispo de Madrid,
cardenal Carlos Osoro, uno de los más trabucaires con los que cuenta la
Conferencia Episcopal Española, se apresuró a remitir un tweet el mismo día 20,
en el que según su costumbre trataba de engañar a sus fieles con esta
afirmación: “Hay que recordar que la Iglesia, particularmente la comunidad
benedictina allí presente, ha rezado siempre por la reconciliación y por todas
las víctimas”.
¿Qué es Osoro, un ignorante que desconoce la reciente historia de España, o un cínico desvergonzado que la cuenta a su manera? La Iglesia catolicorromana rezó únicamente por el triunfo de los militares sublevados, en la guerra organizada precisamente a consecuencia de su rebelión, que la Iglesia denominó “cruzada contra los sindiós”, calificativo del gusto de los rebeldes, que lo hicieron suyo y lo propalaron en sus medios de comunicación. Rezar por su triunfo equivalía a pedir le derrota del otro bando.
Durante la guerra iniciada en
1936 la inmensa mayoría de la clerigalla española se colocó al servicio de los
militares rebeldes. Hay una copiosa bibliografía demostrativa. Recordaremos
unos pocos datos. El cardenal Isidro Gomá, arzobispo de Toledo y primado de las
Españas, publicó una carta pastoral de cuaresma el 30 de enero de 1937, en
apoyo de los rebeldes. Titulada “La cuaresma de España Carta pastoral sobre el
sentido cristiano-español de la guerra”, se encuentra en el órgano de
adoctrinamiento político-religioso a su servicio, el Boletín Eclesiástico del
Arzobispado de Toledo fechado el 28 de febrero. El título advierte sobre sus
intenciones propagandísticas, al encontrar en la guerra un “sentido
cristiano-español”.
El 3 de febrero fechó el prólogo escrito para presentar el folleto Le Glorieux Mouvement Rédempteur d’Espagne appuyé avec enthousiasme par la Hiérarchie Ecclésiastique Espagnole, recopilación de cartas pastorales de obispos hispanos a favor de la rebelión militar, difundido internacionalmente con enorme profusión, como arma propagandística de los sublevados. En su escrito Gomá llamó a toda Europa a combatir junto a ellos contra el comunismo, que él veía instalado en España.
Veinte días después el
infatigable cardenal escribió a los obispos, arzobispos y cardenales españoles,
proponiéndoles redactar una carta colectiva dirigida a los catolicorromanos de
todo el mundo, con un apoyo inequívoco a los militares monárquicos rebeldes. La
idea se la había susurrado el cardenal secretario de Estado del supuesto Estado
Vaticano, el filonazi Eugenio Pacelli, que iba a ser el siguiente papa.
Durante la reunión mantenida el
3 de marzo con el exgeneral Franco le reclamó la derogación urgente de las
“leyes sectarias” de la República, por parecerle escasas las normas dictadas
ya, ordenando el restablecimiento de los privilegios eclesiásticos en el
territorio conquistado. Volvieron a entrevistarse el 10 de mayo en Burgos, y de
esa conversación derivó la redacción de un documento muy importante, la
conocida como Carta colectiva del Episcopado español, con la que el catolicismo
romano en España se convirtió en beligerante declarado en la guerra. Ya tenía
bien demostrada su simpatía con los militares sublevados, pero con ese
documento se convirtió en beligerante activo. Por serlo no podía lamentarse de
sufrir bajas entre sus filas, como sucede en todas las guerras.
Una nueva demostración de la actitud del Vaticano ante la guerra librada en España se produjo el 19 de marzo. Es la fecha de la encíclica papal Divini redemptoris, en la que Pío XI se refirió a los motivos religiosos que impulsaron a los rebeldes a sublevarse para combatir al comunismo ateo, que al parecer predominaba en España, aunque no se ha interrumpido el culto en los templos.
El 15 de mayo el primado volvió
a escribir a sus colegas del Episcopado, para exponerles la conveniencia de
redactar esa carta colectiva, preguntándoles su opinión al respecto. El 7 de
junio les escribió de nuevo, para contarles que las respuestas habían sido
afirmativas, por lo que les enviaba pruebas de imprenta de la declaración
conjunta que debían firmar todos en apoyo de la causa rebelde.
Plenamente comprometido ya con
los rebeldes, el 25 de mayo llegó a España Ildebrando Antoniutti, para
entrevistarse con el dictadorísimo. El motivo consistía en estipular las
condiciones para que el Vaticano reconociese a los rebeldes como único Gobierno
de España.
Aunque la carta, fechada el 1 de julio de 1937, fue firmada colectivamente, en realidad tuvo un único redactor en su integridad, el mismo cardenal Gomá, y un único corrector de estilo, Leopoldo Eijo y Garay, obispo de Madrid, apodado El Obispo Azul después de la guerra, por el color de la camisa falangista, debido a su identificación con los vencedores, que le premiaron su fervor fascista con innumerables cargos políticos bien remunerados.
Esta Carta colectiva del
Episcopado español constituyó un decisivo apoyo a los miliares sublevados.
Impresa en Pamplona por Gráficas Bescansa, en un folleto de 32 páginas, fue
inmediatamente traducida y editada en los idiomas más hablados del planeta, por
lo que alcanzó una tirada que debió ser enorme: solamente en 1937 llegaron a
imprimirse 36 ediciones. Fue el arma propagandística más poderosa a favor de la
rebelión entre los seguidores del catolicismo romano.
Aparece firmada por dos
cardenales, Gomá y Eustaquio Ilundain; seis arzobispos, treinta y cinco
obispos, y cinco vicarios capitulares. Negaron su firma el cardenal Francesc
Vidal i Barraquer, arzobispo de Tarragona, y Mateo Múgica, obispo de
Vitoria–Gasteiz, exiliados en Italia, por no estar conformes con la letra del
escrito ni juzgarlo oportuno. Al parecer no se tuvo en cuenta al también
exiliado cardenal Segura, por ostentar un cargo en la Curia vaticana y no estar
adscrito a una diócesis española; sin embargo, Múgica había “renunciado”
también a su diócesis obligado por las amenazas de muerte hechas por los
rebeldes. La redacción es hedionda. Se empieza por justificar la guerra cuando
es: “el remedio heroico, único, para centrar las cosas en el quicio de la
justicia y volverlas al reinado de la paz. Por esto la Iglesia
[catolicorromana], aun siendo hija del Príncipe de la Paz, bendice los emblemas
de la guerra, ha fundado las Órdenes Militares y ha organizado Cruzadas contra
los enemigos de la fe”.
Se les olvidó citar la condena a morir en la hoguera hecha por el sarcásticamente llamado Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición contra judíos, mahometanos, reformadores eclesiásticos, traductores o lectores de la Biblia, científicos bien informados, escritores con ideas propias, brujos, homosexuales y demás víctimas inocentes de su fanatismo.
Tras regodearse todo un
capítulo en enumerar los considerados por los firmantes graves daños causados
por el comunismo, pasan a describir las dos tendencias políticas enfrentadas en
la guerra española según su opinión muy parcial, basada en una interpretación
maniquea de la historia, pese a estar condenado por ellos el maniqueísmo como
doctrina herética: “la espiritual, del lado de los sublevados, que salió a la
defensa del orden, la paz social, la civilización tradicional y la patria, y
muy ostensiblemente, en un gran sector, para la defensa de la religión; y de la
otra parte, la materialista, llámese marxista, comunista o anarquista, que
quiso sustituir la vieja civilización de España, con todos sus factores, por la
novísima “civilización” de los soviets rusos”.
Más adelante añaden que el
pronunciamiento militar tuvo un “sentido religioso, que lo consideró como la
fuerza que debía reducir a la impotencia a los enemigos de Dios, y como la
garantía de la continuidad de su fe y de la práctica de su religión”. Es decir,
que era una cruzada de los píos cristianos contra los infieles, en el mismo
sentido que las medievales bendecidas por los papas. Entonces los infieles eran
los comunistas.
Facilita unas cifras de
iglesias destruidas y sacerdotes muertos mediante violencia que son
absolutamente imposibles, y narra historias delirantes cometidas por los
“sin—Dios”. Por el contrario, disculpa los “excesos” cometidos por los
sublevados, ya que “tiene toda guerra sus excesos”, y añade “que va una
distancia enorme, infranqueable, entre los principios de justicia, de su
administración y de la forma de aplicarla entre una y otra parte”. Y rechaza
las objeciones puestas en alguna publicación catolicorromana europea sobre el
comportamiento de los rebeldes, porque asegura ser debidas a la mala
información de los autores. Asimismo, reprueba la acusación de que la Iglesia
española se alineaba con los ricos e ignoraba a los pobres, lo que motivó el
anticlericalismo de los obreros.
Esta síntesis forzosamente reducida no puede exponer todo el odio rencoroso advertible en la carta episcopal contra la República, satélite de Moscú en opinión del primado. Es un escrito sectario, equívoco y parcial, como redactado por quien estuvo predicando la cruzada años antes de la sublevación. La carta demostró que la Iglesia catolicorromana española, con la aprobación del Vaticano, se unía a la Alemania nazi y a la Italia fascista en la colaboración con los militares rebeldes. Debido a ello, el papa Pío XI felicitó a Gomá con cierto retraso, el 5 de marzo de 1938, por la redacción del documento. De modo que la Iglesia catolicorromana en pleno, empezando por su papa, se alió con los rebeldes decididamente.
Además de escritos y plegarias,
la Iglesia catolicorromana colaboró con los sublevados entregándoles las
recaudaciones logradas en sus templos de todo del mundo para la compra de armas
y gasolina. Y lograda la victoria gracias a las armas y los hombres enviados
por la Alemania nazi y la Italia fascista en ayuda de los rebeldes, el mismo
día 1 de abril de 1939 declarado Día de la Victoria, el nuevo papa Pío XII
envió un telegrama de felicitación al dictadorísimo para comunicarle que
“levantando nuestro corazón al Señor, agradecemos sinceramente con Vuestra
Excelencia deseada victoria católica España”. No decía nada sobre la
reconciliación ni se acordaba de las víctimas causadas por las armas rebeldes.
Eso lo imagina Osoro, que se ha inventado una complaciente historia falsa de
España.
El 20 de mayo de 1939 se
celebró un solemne tedéum en la iglesia de Santa Bárbara, presidido por Gomá y
el dictadorísimo. El militar vencedor entregó a su compinche el cardenal
trabucaire su espada victoriosa, con la que al parecer había luchado con éxito
contra los tanques republicanos, para que la colocase en el tesoro de la
catedral de Toledo.
La suprema demostración del
contubernio entre la Iglesia catolicorromana y el régimen fascista español
quedó corroborada el 25 de febrero de 1954, durante un acto religioso—militar
celebrado en la capilla del Palacio de Oriente. El entonces arzobispo de
Toledo, cardenal Enrique Pla y Deniel, impuso al dictadorísimo el hábito, la
cruz, la insignia y el collar de oro de la Suprema Orden Ecuestre de la Milicia
de Nuestro Señor Jesucristo, concedida por el papa para agradecerle que tuviera
a la nación sometida a la dogmática de su secta.
Este Pla y Deniel era obispo de
Salamanca al producirse la sublevación militar, y cedió su palacio al
dictadorísimo para que se instalase en él con sus ayudantes. A la muerte de
Gomá el dictadorísimo, que se había arrogado la facultad de presentar las
candidaturas de obispos al Vaticano, un privilegio de los reyes, propuso a Pla
como sucesor, lo que fue aceptado.
Dadas las sigilosas conexiones
de los clérigos en todas partes, alguien enseñará este escrito a Osoro, aunque
no le hará cambiar sus ideas. No sería cardenal si no fuera fanático.
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