domingo, 19 de octubre de 2014

ÉBOLA: ¿EN QUE MANOS ESTAMOS?

Bastaría la tremenda historia de Teresa, su marido y el perro para convertir la llegada del ébola a España en un brutal retrato de época. Lo que estamos viviendo y contemplando son una serie de secuencias que confluyen en una pregunta: ¿en qué manos estamos? No se trata tan sólo de haber superado el nivel de incompetencia que suelen practicar los poderes públicos, lo que ya sería mucho, sino la desvergüenza con la que se muestra, se ejerce y hasta se exhibe, con impunidad absoluta.

Para defenderse de las acusaciones de ineficacia y las peticiones de dimisión realizadas a Ana Mato, Rajoy exclamó: “¡Dejen trabajar a los expertos!”, como si esta crisis hubiera dependido en algún momento de los expertos. Como no ha sido así, como nunca ha dependido de los expertos, sino sólo de los malos políticos, esta crisis es claramente política. Y es, además, una metáfora perfecta de lo que ocurre.

El Partido Popular utilizó a dos religiosos enfermos de ébola para demostrar eficacia, capacidad de reacción, poderío; algo así como cuando Aznar puso los pies encima de una mesa y nos metió en una guerra. El traslado de los sacerdotes fue la manera de Rajoy para poner a España en todas las portadas.

Quiso mostrar que su gobierno era capaz de fletar un avión medicalizado, de enviar en él a unas personas vestidas de astronautas, de empujar a los enfermos en unas camillas encapsuladas, etc. Es decir, quiso mostrar al mundo que somos un país moderno y desarrollado, con un gobierno fuerte al mando. Yo pensaba entonces que a los sacerdotes enfermos había que repatriarlos porque pienso que un gobierno decente no debe abandonar a ninguno de sus conciudadanos en una circunstancia adversa: ni a los misioneros en África, ni a los enfermos de cáncer que pierden su empleo, ni a las personas dependientes, ni a los extranjeros que viven entre nosotros, ni a los parados, ni a nadie. La verdad es que me equivocaba: un gobierno que abandona a todo el mundo a su suerte no puede ocuparse eficazmente de una enfermedad contagiosa, más allá de la pura cuestión de la propaganda, la única que les importa.

Lo cierto que es que estas repatriaciones han traído la enfermedad y el riesgo de contagio, pero no porque se haya producido una mala gestión o un error, sino porque la verdad es que en el interior de aquel avión, de aquellos trajes, de aquella camilla encapsulada… no hay nada. No hay expertos, ni inteligencia, ni preocupación por la salud de nadie, ni hay hospitales preparados, ni protocolos, ni hay medios. Los trajes quedan cortos, las mascarillas tienen agujeros y no se le ha enseñado a nadie cómo actuar. Todo es puro attrezzo. Como los hospitales inaugurados en periodo electoral por Esperanza Aguirre, paredes relucientes e interiores vacíos, cuando no atestados de enfermos sin derecho a cama.

El ébola ha servido para mostrar el mundo y a nosotros mismos que este país está infectado, sí, de ineficacia, injusticia, pobreza y ruindad moral, que es lo que han implantado los que gobiernan. Porque la verdad es que nos gobiernan, como leí el otro día en una red social, unos pijos. Los pijos no se caracterizan sólo por un hablar afectado, sino fundamentalmente por ser personas que provienen de una clase social privilegiada que no han desarrollado ningún sentimiento de empatía hacia sus semejantes. Son personas egoístas, insolidarias y además, por lo general, imbéciles e incapaces de darse cuenta de sus propias limitaciones; por el contrario, suelen ser personas  pagadas de sí mismas y con un alto sentido (erróneo) de su propia valía.

En España estos especímenes se dan profusamente en el Partido Popular y  en el mundo empresarial como herederos que somos de una guerra que se hizo para defender los privilegios de unos pocos; y no de una historia democrática que, por lo menos, hubiera instaurado una educación pública decente con capacidad para ofrecer oportunidades a todas las personas. Aquí no hemos tenido de eso.

Si lo del ébola se les ha ido de las manos es porque han desmantelado la sanidad pública y han convertido los hospitales en lugares atestados que no tienen medios materiales ni humanos. Lo del ébola no podía ir mejor de lo que ha ido (y esperemos que no vaya a peor) porque los gestores de la sanidad pública, desde la ministra hasta el Consejero de Sanidad, son personas demostradamente incapaces además de insensibles, crueles, mentirosos y, además, prepotentes. Pero, sobre todo, porque tienen la misión de desmantelar, privatizar, reducir los recursos, abrir vías de negocio para sus amigos.  Ahora, como en otras tragedias debidas a la desidia pública y a los recortes, desde el Yak 42, el metro de Valencia o el accidente del Alvia, toda la culpa será de la enfermera a la que ya están insultando y a la que es posible que estén incluso presionando.

Como los niños pijos, nuestros gobernantes no asumen nunca ningún tipo de responsabilidad por sus actos porque ni siquiera conocen la vergüenza o el pudor que suele anidar en la mayoría  de la gente decente. Como los pijos que son, nuestros gobernantes no sienten la más mínima empatía por nadie que no sean ellos mismos. Es la ideología y la práctica del “que se jodan”.

La gente corriente se pasa años en listas de espera interminables para operaciones y/o tratamientos cuya ausencia puede que no sea mortal, pero que puede ser dolorosa o incapacitante. Las personas dependientes no tienen ninguna ayuda, la gente se hacina en los pasillos, la suciedad es una constante, la comida es una mierda y mucha gente, esa misma gente que ahora pretendía gestionar el ébola, se ha hecho o se va a hacer rica gracias a todo esto. Nuestra responsabilidad como ciudadanos y ciudadanas es hacer todo lo humanamente posible para librarnos de estos gobernantes.

Primero se trae a los pacientes misioneros de África, Miguel Pajares, 75 años, y García Viejo, 69, por una decisión catalogada de “sociopolítica”, o lo que es lo mismo, para sacarle rendimiento político en un momento en el que la sanidad pública se está haciendo pedazos y la sociedad lo sufre. Una buena oportunidad para dar un golpe de efecto: demostrar el altísimo nivel de la sanidad pública española, o lo que es lo mismo, aquí no pasa nada y los que protestan lo hacen por razones espurias.

Primera cuestión: ¿quién tomó la decisión de traer al primer misionero desde Liberia? Todavía no tenían ni los sueros y medicinas que habían pedido a Suiza. ¿Fue en una reunión de facultativos expertos en el tema, o partió de una notoria incompetente en todos y cada uno de los campos que ha trabajado, como es el caso de Ana Mato, licenciada en Políticas y Sociología, cuyos conocimientos en medicina están a la misma altura que los míos?

¿En qué manos estamos? ¿Y si fuera una decisión estrictamente política? Montamos un circo, nos traemos a los curas con gran revuelo mediático, y demostramos no sólo nuestro interés por su abnegación sino también nuestra capacidad. En el fondo, digámoslo sin paliativos, los trajeron para morir y con absoluto desprecio, por ignorancia e incompetencia, de las consecuencias de tal aventura.

Donde había una responsabilidad solidaria, ahora afrontamos un riesgo de epidemia con implicaciones humanas y económicas de primer orden. No es cuestión de dimitir o no, asunto accesorio, sino de autocrítica política y desaparición de la vida pública, para evitar hacernos por enésima vez la misma pregunta del millón: ¿en qué manos estamos? ¿Quién asumió el riesgo y dio luz verde a la aventura más peligrosa que ha tenido el PP en su reciente etapa gubernamental?

Para desgracia de la vanidad de los talibanes del patriotismo esto va mucho más allá de Catalunya, la consulta y la reforma de la Constitución. En una situación de grave emergencia estamos en manos de unos frívolos irresponsables. Quizá sea esta la característica de nuestra época: la frivolidad unida a una inexperiencia que es la madre de los irresponsables, que luego lo resuelven todo alegando que nunca se imaginaron tales consecuencias.

¿Algo positivo? No encuentro nada fuera de la radiografía social. Primero, las medallas por la genial y sensible decisión de traerse a los misioneros a España para morir junto a los suyos. Mentira. El circo se acabó cuando llegaron al hospital Carlos III, la niña de los ojos sanitarios del PP y los desmontadores de la sanidad pública en Madrid. ¿De verdad alguien puede imaginar que se los trajeran para morir? Además, de manera fulminante; uno duró cinco días, el otro apenas tres.

Vivimos tiempos de infamia, mediáticos, evocadores de viejas épocas. Sólo lo virtual otorga una sensación de verosimilitud. Vuelven los periodistas que exigen la censura de sus adversarios políticos, con los que se ensañan cuando les dan una oportunidad. Hace cien años, al menos existía la posibilidad de retar a duelo a los malandrines, ahora sólo queda aguantar y esperar tiempos mejores.

En una época como esta sí que cabría una denuncia ante una de las decisiones políticas más temerarias del Gobierno de Rajoy, como es el transporte para la agonía de dos misioneros a los que no había posibilidad alguna de salvar, por falta de medios y de saberes, y que se ha convertido, de momento, en la tragedia de una auxiliar de enfermería, Teresa Romero, su marido, y la más inocente de las víctimas, un perro de nombre Excalibur, ajusticiado por comodidad, quizá porque era el único que no podía denunciarles ante los tribunales.

Pero ahora viene la parte más sórdida, la de cómo hacer que toda la impostura de unos “protocolos”, ¡palabra mágica que lo ampara todo!, improvisados para abordar un virus poco conocido, porque hasta ahora afectaba a los negros y en África, recayera sobre alguien fuera de la élite político-profesional. Hacer recaer la responsabilidad en el eslabón más débil de la cadena hospitalaria. Una auxiliar de enfermería; la que hubo de recoger los restos de la temeridad política.

     
Teresa Romero, a la que las instituciones del PP madrileño e incluso los médicos dentro de toda sospecha, acusan de cosas tan singulares como falta de rigor y ser el agente que ha provocado lo que ninguno de sus superiores habría previsto. Un contagio.

Un médico, saltándose el decaído juramento hipocrático, sugirió que quizá “hubiera habido” el tacto de un dedo sobre la cara de la “auxiliar de enfermería”. Atención siempre a la categoría de clase: auxiliar de enfermería. El escalón más bajo del trato al paciente, el menos protegido, el que se puede comer todos los marrones de los caballeros titulados. ¡Un dedo en la cara!, precedido de un imperfecto de subjuntivo, “quizá hubiera habido”, un tiempo de verbo que quizá ya no se dé en las escuelas pero que exigiría una explicación sobre la ambigüedad perversa que entraña. Garantizo que ese galeno llegará lejos en las instituciones sanitarias; tiene madera de cínico y esa bonhomía del supuesto científico, que parece que no le da importancia pero que la ha señalado no como víctima sino como autoinculpada.

Y qué decir del consejero de Sanidad de la Comunidad de Madrid, eminente catedrático de la Complutense, doctor Javier Rodríguez, conocido entre el estudiantado por “Gorca” por razones que la autocensura me impide explicar. Es él quien da un paso más y se pregunta si “la auxiliar” no habrá mentido. La medicina es una de las actividades que generan más corrupción y mentira, superior en ocasiones a las entidades financieras, auténticos profesionales de la falacia. Y es obvio y no cabe escandalizarse, porque mientras unos aseguran estar atentos a tu fortuna, cosa importante y trascendental, los otros se ocupan de tu vida y de tu muerte, asunto inapelable. ¿De qué le vale la fortuna si te mueres en un box, más abandonado que un periodista decente?

La perversidad de una manipulación de Estado es indescriptible y la gente que no está en esos secretos se queda perpleja. La auxiliar de enfermería, que llevaba días anunciando que dada su peculiaridad de haber tratado a los dos enfermos terminales del ébola, los misioneros, tenía fiebres y que no alcanzaba los límites del protocolo, 38,6. ¡Qué importan los límites! Lo que interesa es cumplir el protocolo, esa barrera que impone el poder para preservarse de sus responsabilidades. Que fue a hacer oposiciones para dejar de ser auxiliar de enfermería y pasar a fija, que siguió su vida cotidiana, que incluso se depiló…

¿Esa basura de gente no puede ser denunciada por la ciudadanía y los medios de comunicación? ¿Alguien dio instrucciones a la auxiliar? ¿Le dijeron lo que había que hacer? Nada de nada. El poder es sordo y ciego cuando se trata de su supervivencia. Que la auxiliar sea crucificada, que el marido pase a la cuarentena del apestado, y que al perro lo maten, porque al fin y a la postre no vota ni tiene familia ni hay que explicarle que va a morir, parecen accidentes.


Es verdad que el animal no contagia a nadie, pero como no dice nada puede ser la mejor víctima propiciatoria de la catástrofe. Muerto el perro, se acabó la rabia. Un refrán popular que, como casi todos, es falso y resume una tradición: el más débil paga las responsabilidades del poderoso. Podríamos compararlo con la diferencia entre una auxiliar de enfermería y un doctor diplomado con mando en plaza.

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