Bastaría
la tremenda historia de Teresa, su marido y el perro para convertir la llegada
del ébola a España en un brutal retrato de época. Lo que estamos viviendo y
contemplando son una serie de secuencias que confluyen en una pregunta: ¿en qué
manos estamos? No se trata tan sólo de haber superado el nivel de incompetencia
que suelen practicar los poderes públicos, lo que ya sería mucho, sino la desvergüenza con la que se muestra, se
ejerce y hasta se exhibe, con impunidad absoluta.
Para
defenderse de las acusaciones de ineficacia y las peticiones de dimisión
realizadas a Ana Mato, Rajoy exclamó: “¡Dejen trabajar a los expertos!”, como si esta crisis hubiera dependido en
algún momento de los expertos. Como no ha sido así, como nunca ha dependido
de los expertos, sino sólo de los malos políticos, esta crisis es claramente
política. Y es, además, una metáfora perfecta de lo que ocurre.
El
Partido Popular utilizó a dos religiosos enfermos de ébola para demostrar
eficacia, capacidad de reacción, poderío; algo así como cuando Aznar puso los
pies encima de una mesa y nos metió en una guerra. El traslado de los sacerdotes
fue la manera de Rajoy para poner a España en todas las portadas.
Quiso
mostrar que su gobierno era capaz de fletar un avión medicalizado, de enviar en
él a unas personas vestidas de astronautas, de empujar a los enfermos en unas
camillas encapsuladas, etc. Es decir, quiso mostrar al mundo que somos un país
moderno y desarrollado, con un gobierno fuerte al mando. Yo pensaba entonces
que a los sacerdotes enfermos había que repatriarlos porque pienso que un
gobierno decente no debe abandonar a ninguno de sus conciudadanos en una
circunstancia adversa: ni a los misioneros en África, ni a los enfermos de
cáncer que pierden su empleo, ni a las personas dependientes, ni a los
extranjeros que viven entre nosotros, ni a los parados, ni a nadie. La verdad
es que me equivocaba: un gobierno que abandona a todo el mundo a su suerte no
puede ocuparse eficazmente de una enfermedad contagiosa, más allá de la pura
cuestión de la propaganda, la única que
les importa.
Lo
cierto que es que estas repatriaciones han traído la enfermedad y el riesgo de
contagio, pero no porque se haya producido una mala gestión o un error, sino
porque la verdad es que en el interior de aquel avión, de aquellos trajes, de
aquella camilla encapsulada… no hay nada. No hay expertos, ni inteligencia, ni
preocupación por la salud de nadie, ni hay hospitales preparados, ni
protocolos, ni hay medios. Los trajes quedan cortos, las mascarillas tienen
agujeros y no se le ha enseñado a nadie cómo actuar. Todo es puro attrezzo.
Como los hospitales inaugurados en periodo electoral por Esperanza Aguirre,
paredes relucientes e interiores vacíos, cuando no atestados de enfermos sin
derecho a cama.
El
ébola ha servido para mostrar el mundo y a nosotros mismos que este país está infectado, sí, de ineficacia, injusticia,
pobreza y ruindad moral, que es lo que han implantado los que gobiernan.
Porque la verdad es que nos gobiernan, como leí el otro día en una red social,
unos pijos. Los pijos no se caracterizan sólo por un hablar afectado, sino fundamentalmente
por ser personas que provienen de una
clase social privilegiada que no han desarrollado ningún sentimiento de empatía
hacia sus semejantes. Son personas egoístas, insolidarias y además, por lo
general, imbéciles e incapaces de darse cuenta de sus propias limitaciones; por
el contrario, suelen ser personas
pagadas de sí mismas y con un alto sentido (erróneo) de su propia valía.
En
España estos especímenes se dan profusamente en el Partido Popular y en el mundo empresarial como herederos que somos
de una guerra que se hizo para defender los privilegios de unos pocos; y no de
una historia democrática que, por lo menos, hubiera instaurado una educación
pública decente con capacidad para ofrecer oportunidades a todas las personas.
Aquí no hemos tenido de eso.
Si
lo del ébola se les ha ido de las manos es porque han desmantelado la sanidad
pública y han convertido los hospitales en lugares atestados que no tienen
medios materiales ni humanos. Lo del ébola no podía ir mejor de lo que ha ido
(y esperemos que no vaya a peor) porque los gestores de la sanidad pública, desde la ministra hasta el Consejero de
Sanidad, son personas demostradamente incapaces además de insensibles, crueles,
mentirosos y, además, prepotentes. Pero, sobre todo, porque tienen la
misión de desmantelar, privatizar, reducir los recursos, abrir vías de negocio
para sus amigos. Ahora, como en otras
tragedias debidas a la desidia pública y a los recortes, desde el Yak 42, el
metro de Valencia o el accidente del Alvia, toda la culpa será de la enfermera
a la que ya están insultando y a la que es posible que estén incluso
presionando.
Como
los niños pijos, nuestros gobernantes no asumen nunca ningún tipo de
responsabilidad por sus actos porque ni siquiera conocen la vergüenza o el
pudor que suele anidar en la mayoría de
la gente decente. Como los pijos que son, nuestros gobernantes no sienten la
más mínima empatía por nadie que no sean ellos mismos. Es la ideología y la práctica del “que se jodan”.
La
gente corriente se pasa años en listas de espera interminables para operaciones
y/o tratamientos cuya ausencia puede que no sea mortal, pero que puede ser
dolorosa o incapacitante. Las personas dependientes no tienen ninguna ayuda, la
gente se hacina en los pasillos, la suciedad es una constante, la comida es una
mierda y mucha gente, esa misma gente que ahora pretendía gestionar el ébola,
se ha hecho o se va a hacer rica gracias a todo esto. Nuestra responsabilidad
como ciudadanos y ciudadanas es hacer
todo lo humanamente posible para librarnos de estos gobernantes.
Primero
se trae a los pacientes misioneros de África, Miguel Pajares, 75 años, y García
Viejo, 69, por una decisión catalogada de “sociopolítica”, o lo que es lo
mismo, para sacarle rendimiento político
en un momento en el que la sanidad pública se está haciendo pedazos y la
sociedad lo sufre. Una buena oportunidad para dar un golpe de efecto: demostrar
el altísimo nivel de la sanidad pública española, o lo que es lo mismo, aquí no pasa nada y los que protestan lo
hacen por razones espurias.
Primera
cuestión: ¿quién tomó la decisión de traer al primer misionero desde Liberia?
Todavía no tenían ni los sueros y medicinas que habían pedido a Suiza. ¿Fue en
una reunión de facultativos expertos en el tema, o partió de una notoria incompetente
en todos y cada uno de los campos que ha trabajado, como es el caso de Ana
Mato, licenciada en Políticas y Sociología, cuyos conocimientos en medicina
están a la misma altura que los míos?
¿En qué manos
estamos? ¿Y si fuera una decisión estrictamente política? Montamos un circo,
nos traemos a los curas con gran revuelo mediático, y demostramos no sólo
nuestro interés por su abnegación sino también nuestra capacidad. En el fondo,
digámoslo sin paliativos, los trajeron
para morir y con absoluto desprecio, por ignorancia e incompetencia, de las
consecuencias de tal aventura.
Donde
había una responsabilidad solidaria, ahora afrontamos un riesgo de epidemia con
implicaciones humanas y económicas de primer orden. No es cuestión de dimitir o
no, asunto accesorio, sino de autocrítica
política y desaparición de la vida pública, para evitar hacernos por
enésima vez la misma pregunta del millón: ¿en qué manos estamos? ¿Quién asumió
el riesgo y dio luz verde a la aventura más peligrosa que ha tenido el PP en su
reciente etapa gubernamental?
Para
desgracia de la vanidad de los talibanes del patriotismo esto va mucho más allá
de Catalunya, la consulta y la reforma de la Constitución. En una situación de grave emergencia estamos en manos de unos frívolos
irresponsables. Quizá sea esta la característica de nuestra época: la
frivolidad unida a una inexperiencia que es la madre de los irresponsables, que
luego lo resuelven todo alegando que nunca se imaginaron tales consecuencias.
¿Algo
positivo? No encuentro nada fuera de la radiografía social. Primero, las
medallas por la genial y sensible decisión de traerse a los misioneros a España
para morir junto a los suyos. Mentira. El circo se acabó cuando llegaron al
hospital Carlos III, la niña de los ojos sanitarios del PP y los desmontadores
de la sanidad pública en Madrid. ¿De verdad alguien puede imaginar que se los
trajeran para morir? Además, de manera fulminante; uno duró cinco días, el otro
apenas tres.
Vivimos
tiempos de infamia, mediáticos, evocadores de viejas épocas. Sólo lo virtual
otorga una sensación de verosimilitud. Vuelven
los periodistas que exigen la censura de sus adversarios políticos, con los
que se ensañan cuando les dan una oportunidad. Hace cien años, al menos existía
la posibilidad de retar a duelo a los malandrines, ahora sólo queda aguantar y
esperar tiempos mejores.
En
una época como esta sí que cabría una denuncia ante una de las decisiones
políticas más temerarias del Gobierno de Rajoy, como es el transporte para la agonía de dos misioneros a los que no había
posibilidad alguna de salvar, por falta de medios y de saberes, y que se ha
convertido, de momento, en la tragedia de una auxiliar de enfermería, Teresa
Romero, su marido, y la más inocente de las víctimas, un perro de nombre Excalibur, ajusticiado por comodidad, quizá
porque era el único que no podía denunciarles ante los tribunales.
Pero
ahora viene la parte más sórdida, la de cómo hacer que toda la impostura de
unos “protocolos”, ¡palabra mágica que lo ampara todo!, improvisados para
abordar un virus poco conocido, porque hasta
ahora afectaba a los negros y en África, recayera sobre alguien fuera de la
élite político-profesional. Hacer recaer la responsabilidad en el eslabón más
débil de la cadena hospitalaria. Una auxiliar de enfermería; la que hubo de
recoger los restos de la temeridad política.
Teresa Romero, a la que las instituciones del PP madrileño e incluso los médicos dentro de toda sospecha, acusan de cosas tan singulares como falta de rigor y ser el agente que ha provocado lo que ninguno de sus superiores habría previsto. Un contagio.
Un
médico, saltándose el decaído juramento hipocrático, sugirió que quizá “hubiera
habido” el tacto de un dedo sobre la cara de la “auxiliar de enfermería”. Atención siempre a la categoría de clase:
auxiliar de enfermería. El escalón más bajo del trato al paciente, el menos
protegido, el que se puede comer todos
los marrones de los caballeros titulados. ¡Un dedo en la cara!, precedido
de un imperfecto de subjuntivo, “quizá hubiera habido”, un tiempo de verbo que
quizá ya no se dé en las escuelas pero que exigiría una explicación sobre la
ambigüedad perversa que entraña. Garantizo que ese galeno llegará lejos en las
instituciones sanitarias; tiene madera
de cínico y esa bonhomía del supuesto científico, que parece que no le da
importancia pero que la ha señalado no como víctima sino como autoinculpada.
Y
qué decir del consejero de Sanidad de la Comunidad de Madrid, eminente
catedrático de la Complutense, doctor Javier Rodríguez, conocido entre el
estudiantado por “Gorca” por razones que la autocensura me impide explicar. Es
él quien da un paso más y se pregunta si “la auxiliar” no habrá mentido. La medicina es una de las actividades que
generan más corrupción y mentira, superior en ocasiones a las entidades
financieras, auténticos profesionales de la falacia. Y es obvio y no cabe
escandalizarse, porque mientras unos aseguran estar atentos a tu fortuna, cosa
importante y trascendental, los otros se ocupan de tu vida y de tu muerte,
asunto inapelable. ¿De qué le vale la
fortuna si te mueres en un box, más abandonado que un periodista decente?
La
perversidad de una manipulación de Estado es indescriptible y la gente que no
está en esos secretos se queda perpleja. La auxiliar de enfermería, que llevaba
días anunciando que dada su peculiaridad de haber tratado a los dos enfermos
terminales del ébola, los misioneros, tenía fiebres y que no alcanzaba los
límites del protocolo, 38,6. ¡Qué importan los límites! Lo que interesa es
cumplir el protocolo, esa barrera que impone el poder para preservarse de sus
responsabilidades. Que fue a hacer oposiciones para dejar de ser auxiliar de
enfermería y pasar a fija, que siguió su vida cotidiana, que incluso se depiló…
¿Esa
basura de gente no puede ser denunciada por la ciudadanía y los medios de
comunicación? ¿Alguien dio instrucciones a la
auxiliar? ¿Le dijeron lo que había que hacer? Nada de nada. El poder es sordo y
ciego cuando se trata de su supervivencia. Que la auxiliar sea crucificada, que
el marido pase a la cuarentena del apestado, y que al perro lo maten, porque al
fin y a la postre no vota ni tiene familia ni hay que explicarle que va a
morir, parecen accidentes.
Es
verdad que el animal no contagia a nadie, pero como no dice nada puede ser la
mejor víctima propiciatoria de la catástrofe. Muerto el perro, se acabó la
rabia. Un refrán popular que, como casi todos, es falso y resume una tradición:
el más débil paga las responsabilidades
del poderoso. Podríamos compararlo con la diferencia entre una auxiliar de
enfermería y un doctor diplomado con mando en plaza.
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