El epíteto de antisistema se
utiliza últimamente mucho como arma arrojadiza. El tema no es nuevo y es un
invento de las doctrinas policiales que lo vienen usando desde hace más de una
década. Al principio no tuvo mucha fortuna y se tiraba más de agitadores
profesionales, extremistas, anarquistas y otros adjetivos con intención
descalificadora. Empezaron aplicándoselo a los activistas antiglobalización o
altermundistas que se manifestaban en Seattle, en Génova y en medio mundo. Aquí
en España, la derecha lo utilizó contra IU y Julio Anguita. Ahora vemos que
disparan contra Podemos y sus dirigentes. Llaman antisistema a toda forma de
resistencia social, porque se trata de criminalizar la disidencia, la protesta
pacífica y hasta el legítimo derecho a intentar mejorar las cosas.
Si nos atenemos a la
literalidad del término, antisistema es la persona o grupo disconforme con el
(des)orden establecido y que trata de cambiarlo por medio de reivindicaciones y
acciones.
Analizaremos primero de qué
sistema hablamos. Lo hacemos del sistema capitalista que es el que condena a
600 millones de personas a pasar hambre en el mundo. Es el que crea un abismo
de desigualdad entre el 1% de la población rica y el otro 99%, hasta el punto
de que tan solo 83 ricos tiene la misma riqueza que 3.500 millones de personas.
Es aquel capaz de recortar los salarios y los derechos laborales de los
trabajadores para mantener su tasa de ganancia. Incluso, en determinadas
situaciones, no duda en limitar o suprimir las libertades democráticas para
defender los privilegios y el poder de las oligarquías. Y suele mantener, como
parte del paisaje, unos niveles de corrupción y de impunidad de la misma
escandalosos.
Se puede seguir abundando mucho
más, pero no hace falta, para concluir que es un sistema profundamente injusto
con las personas y depredador con el planeta. En fin, que sin necesidad de
recurrir ni a Marx ni a Piketty, este sistema es malo, incluso rematadamente
malo, que no asegura para todo el mundo ni pan, ni trabajo, ni techo. Así las
cosas, “no es tan malo ser antisistema”, como decían Paco Fernández Buey y
Jordi Mir, ni debería de ser peyorativo el término.
Por otro lado veamos algunos
ejemplos de quienes han sido antisistema. Si hacemos un poco de historia, uno
de los más relevantes fue Jesús de Nazaret; creo que sobran las explicaciones.
Otros que entrarían en esa consideración serían Tomas Moro, Bartolomé de las
Casas, Thomas Müntzer, los liberales que lucharon contra las monarquías
absolutas, los revolucionarios franceses y tantos otros. Lo sería Rosa Parks,
la mujer negra que sentándose en el prohibido asiento de un autobús se levantó
contra el racismo en Estados Unidos. Podríamos hablar de alguien más próximo en
el tiempo y muy agasajado con motivo de su muerte, me refiero a Nelson Mandela
¡qué no dijeron los defensores del apartheid de él! Y entre nosotros de l os indomables Marcelino Camacho o Nicolás Redondo, dos de las pocas figuras íntegras de la
transición.
Pero ¿qué tienen en común unos
y otros? Veamos. Antisistema es el que distingue lo legal de lo justo, que
muchas veces no coinciden, porque si hubieran sido sinónimos ya se hubiera
acabado con la esclavitud, con la explotación laboral, con la pena de muerte o
con la desigualdad de la mujer, por ejemplo. Los antisistema son gente con
convicciones morales, que defienden una sociedad más justa, más igualitaria,
más libre y habitable. Una utopía basada en la justicia social y la
sostenibilidad ambiental. Aquí y ahora en España, las mareas, la PAH, las ONG
de ayuda a los inmigrantes, son algunos ejemplos más, que hay que agradecer y
proteger.
Los antisistema suelen estar
con los perdedores. Pero, como los hechos demuestran, muchas veces aquellos que
aparecían como perdedores en un tiempo determinado, resultaba que fueron los
que empujaron la rueda de la historia. La mayoría de los derechos conquistados
eran considerados utópicos por el poder del momento, desde la libertad a los
derechos humanos, los derechos de los pueblos y un largo etcétera.
Si los antisistema son los que
defienden otro mundo posible, entonces son los que van a la raíz de las cosas y
por eso piensan radicalmente. Son los que defienden la utopía de una
globalización alternativa, los que pretenden unir la ética con la política y
fomentar la participación de la ciudadanía en los asuntos de todos.
Los que defienden el sistema
“como el mejor de los mundos posibles” porque contiene sus privilegios pueden
aceptar a los utópicos. La única condición es que no se empeñen en llevar a la
práctica sus ideas. Si lo hacen, pasan a llamarles antisistema, es decir,
utópicos peligrosos no reconciliados con la realidad existente. Y los poderosos
pasan de darles palmaditas condescendientes en la espalda a su demonización.
Los que privatizan la sanidad y
cierran escuelas no son antisistema. Los que expolian lo público, los que
defienden este sistema depredador, los que se aprovechan de él, los que niegan
su democratización, son los que representan la expresión más fiel y descarnada
del capitalismo neoliberal globalizado.
Son antisistema los utópicos,
los revolucionarios, los anticapitalistas. Aquellos que luchan por la
liberación de las naciones frente al imperialismo, por la democracia en la
política y en la economía, en la sociedad y en la cultura, en la toma de
decisiones.
Si son la resistencia social
ante la barbarie, es lógico que los que aspiran a una sociedad mejor para todos
y a la construcción de un mundo a la medida del ser humano digan: ¿antisistema?
si, a mucha honra
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