NO
HAY un detonante exacto, ni una fecha singular, que marque el ocaso de los
dioses políticos españoles y el nacimiento de la todavía gestante revolución
ética ciudadana. Y es que el pozo ciego y vomitivo de la corrupción, que ha
contaminado nuestra convivencia y comprometido nuestro bienestar, no ha surgido
por ensalmo o arte de birlibirloque,
sino que más bien se incubó en las secretas ciénagas donde el poder asienta sus
reales posaderas, justo sobre las gruesas moquetas que ensordecen las
cautelosas pisadas de las aves carroñeras y que ponen un voto conventual de
castidad y silencio a las intrigas y puñaladas palaciegas.
Insisto
en que la descomposición política se ha extendido como una silente enfermedad
vírica, como una imparable pandemia de despropósitos y abusos que ha terminado
infectando a todo el sistema democrático. Y lo más grave es que los actores
secundarios (el pueblo) de está drama bufo, de este timo de opereta, no se han
dado cuenta del engaño hasta que Europa les ha exigido que abonen la factura
pendiente de la bacanal política y económica.
En
este escenario tan negro que hace una década no podíamos ni siquiera imaginar,
con la cuantía de las pensiones y la calidad de la sanidad y la educación en
franco deterioro, y con los trabajadores firmando contratos basura y soportando
canallescos despidos y recortes, hay miles de ciudadanos con la salud
seriamente tocada y entrados en años que, con la vida resuelta y el horizonte
del retiro despejado, han enarbolado la bandera de la rebeldía, la justiciera
espada de la agitación, y se han lanzado a las calles coreando consignas
revolucionarias.
Y
lo han hecho para apoyar las justas
reivindicaciones de una juventud profundamente
insatisfecha con un sistema tan permisivo con la corrupción, tan proclive a
recurrir al despilfarro para comprar voluntades y votos y tan interesada en
mantener sus privilegios políticos, una juventud, digo, pues, que en muchos
casos eran sus propios hijos, nietos y sobrinos. Hasta tres generaciones se han
juntado en las calles y plazas de las ciudades de España, coreando gritos de unánime
repulsa y de desprecio hacia una clase dirigente que se ha visto envuelta en
continuos escándalos de saqueo de las arcas públicas.
Nadie
ignora a estas alturas que nuestros representantes políticos han traicionado
sus ideales políticos y a su electorado, y han herido de muerte el propio
sistema democrático, tal como hoy está concebido. En el ejercicio de sus
competencias, han cometido los siete pecados capitales políticos: prostituir la
economía, permitir el abuso especulativo de grandes grandes empresarios y
financieros, y amparar y colaborar en la quiebra contable y artificiosa de
entidades financieras y bancos. Y lo han hecho desde la más absoluta impunidad
legal, porque existe un pacto no escrito de silencio entre políticos, con el
que se protegen unos a otros del fuego cruzado de denuncias y querellas.
Este
vergonzoso acuerdo verbal está garantizado por el equilibrio de intereses y privilegios
en juego, de modo que ningún cargo público desenterrará el hacha de guerra para
denunciar a los corruptos, salvo en casos muy esporádicos o puntuales, y en fechas
muy justificadas y concretas, como son los períodos electorales. Después todo
vuelve a la normalidad envenenada de siempre, al esgrima verbal floreado entre Partidos
políticos, a la moderación argumental en las declaraciones a los medios, todo
bajo un prisma ideológico muy correcto y juicioso, de falsa ejemplaridad.
Pero
esta imagen está desvirtuada por las continuas y variadas rapiñas financieras,
y hoy el descrédito de los políticos es tan acentuado que el propio sistema
democrático se está resquebrajando como un castillo de arena azotado por las olas
y por los vientos del pueblo. Los confiados ciudadanos han perdido su inocencia
democrática, porque se han dado cuenta que han sido víctima de una estafa
económica y política monumental.
Y
en este dantesco escenario de creciente paro, desahucios, hambre, miseria,
estafas financieras, recortes, subidas de impuestos y rescate salvajes de
bancos, es en el que aparecen los personajes principales de esta historia, nuestros
hombres y mujeres próximos a la tercera edad que, cansados de abusos políticos
y engaños financieros, han abandonado la mecedora, el televisor y la telenovela
de las cuatro, se han calzado sus botas y su chaqueta de cuero, y han puesto de
nuevo en marcha el reloj de la historia personal de cada uno. Y con el alma
llena de renovadas erupciones revolucionarias se han lanzado a las calles y
plazas para dejar testimonio de su compromiso social, de su indudable
indignación ciudadana, y para decirles a los jóvenes que no están sólo en su
lucha solidaria y en su imparable
revolución ética.
Les
impulsa la incontestable certeza de que los trúhanes políticos y financieros,
que aún se pavonean de poder sacarnos de esta crisis demencial, han laminado el
bienestar de su familia, convertido a sus hijos en esclavos de la usura
internacional, y le han sacado un billete sin retorno para el tren de la
emigración, como única salida posible a una precariedad laboral que durará
décadas, en el mejor de los caso.
Este
análisis frío y lúcido de la situación, es el que ha incendiado su corazón de
náufragos de la dictadura y de supervivientes en el islote desierto de la
democracia imperfecta, y el que los ha llevado hasta el límite del infarto revolucionario.
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